06 de Febrero del 2013 | etiquetas: Este Cine es Nuestro
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Otra vez la (no tan) vieja dedicación al cine encontrada en Candilejas (Limelight, Charles Chaplin, 1952), vieja en cuanto a que las películas se intuyeran y recordaran con pocos visionados de por medio, y entonces surgiera ese ejercicio de proyección por parte del espectador de unos escenarios como en neblina; unos personajes que aún no se han aprendido el papel, ni falta que les hace; unas historias más procedentes de la luz imaginativa que de unos hechos de sinopsis. Y ante una sinopsis enclenque o aún por venir, todos ya hacemos cine al fabricar la película por cuenta propia. ¡Un festín!
Así el artista Calvero evoca algunos de sus pasados números cómicos durante los largos ratos que pasa junto a la bailarina encamada, apenas los narra y rápido la escena salta a las tablas en que los representaba. El salto al recuerdo parece venir menos de las palabras que lo componen que de una grieta que se abre para dejar pasar el chorro apasionado de las estampas de aquellos días. Y ese chorro de emoción, ¿no aparece con épica? ¿No es un estallido extraordinario en el que Chaplin y todos nosotros nos lanzamos, como nos arrastramos por el barro en las carretas de Noche de circo y en los detalles que Bergman nos da de las ruedas renqueantes remontando un doloroso pedrusco en el camino?
Lo épico como entrega brutal y disfrutada que Calvero despliega alrededor del momento de salir a escenario y enfrentarse al público, que puede estar ausente en algunas funciones (una reflexión excitante como hace J. A. Bardem en Cómicos) o pletórico de aplausos en otro, pero él querrá morir entre bambalinas y ver su lugar de trabajo hasta que se corran las cortinas. Y hasta que llegue ese momento, ¡tantos minutos dedicados al espectáculo! ¡Tantos!
Números como el circo de pulgas se explayan en largas escenas apenas cortadas, sin más Calvero y sus trucos sobre el escenario, mientras que fuera, en la pensión, cavila, se embriaga y expresa sus ideas, sin abandonar ese desfile de pantomima con el que ya vive. Si Don Camilo siempre es un actor con sotana y Peppone otro con bigote de alcalde comunista, ejercitando película tras película sus sencillos rasgos y la reacción que uno provoca en el otro, en Chaplin-Calvero parece que tanto el actor como el personaje queden de lado, y queden los rasgos sólo, y las ganas de seguir con ellos.
Hay menos reacción y el personaje queda mucho más en el aire, casi estrambótico, lo conocemos de toda la vida y aún parece un experimento, un figurín misterioso como los que se deslizan por los cuentos de Maupassant en El Placer de Ophüls. Similar a estos relatos, la cámara se acercará, vendrá desde fuera, curiosa, subiendo las escaleras que llevan a la habitación de Calvero, en movimiento de acercamiento sin sinopsis. Nos dirá, con muchísimo mimo, que la vida no tiene sentido, pues todo es deseo, la flor quiere ser flor, la piedra quiere ser piedra. ¡Qué viene el chorro! Con Chaplin, nos aventuramos.