La conoció en la galería donde exponía sus fotografías. Fue ella la que se dirigió a él para felicitarle por la exposición. Comenzaron a hablar. Ella había empezado con la fotografía por puro entretenimiento, le dijo, pero cada vez le gustaba más. Era muy guapa, aunque tenía la mirada triste. Cuando todo el mundo se fue, ella todavía estaba allí. La invitó a tomar una copa. Hablaron durante toda la noche. Eran dos almas solitarias que se consolaban mutuamente. Él nunca le mintió. Su mujer lo había dejado pero no había perdido la esperanza de recuperarla porque aún la amaba. Ella se confesó un alma libre, sin ataduras, que había dejado de buscar al hombre de su vida. Solo quería sexo le dijo, había sufrido demasiado por amor pero por fin había aprendido a quererse a sí misma sin necesitar a nadie para ser feliz. Y él la creyó. Fueron a su apartamento e hicieron el amor. Era agradable tener un cuerpo femenino entre sus brazos de nuevo, pero mientras la besaba la imagen de su mujer era la que ocupaba su mente. Durante unos meses, ella lo llamaba casi a diario y él le contaba sus penas, y se dejaba llevar. Salían, hacían el amor, iban al cine, a exposiciones, hablaban de fotografía. Necesitaba a alguien con quien desahogarse. No te exigiré nunca nada, le decía ella, solo quiero pasar buenos ratos y divertirme. Y él la creyó. Debería haberse dado cuenta de que ella se estaba enamorando de él, pero estaba tan sumido en su propio sufrimiento que no supo verlo. Acababan de hacer el amor cuando él le dijo que volvía con su mujer. Ella lo aceptó sin ningún reproche. Era consciente de que podía ocurrir, le dijo, todo tiene un principio y un fin. Y él la creyó.
Por más que intentaba recordar algún indicio, nada le hizo suponer lo que pasaría. Tanta sangre en la bañera, la ambulancia, el hospital, su tristeza infinita.
Siete meses después de aquel día imborrable le envió un telegrama. “Alejandro, vivo en Holanda, trabajo en un local donde exponen todo tipo de artistas noveles. Estoy aprendiendo mucho y soy feliz”