Este jueves nos convoca Teresa Oteo en su blog Puntos Suspensivos y nos propone escribir sobre las falsas apariencias. Podrás leer todas las participaciones pinchando AQUÍ
La chica del vestido rojo abre los ojos. La cabeza le da martillazos de dolor en la nuca. Está tumbada sobre un suelo duro y frío. Siente las manos y los pies atados con algo que se clava en su carne. No sabe dónde está. No recuerda nada. La habitación es muy pequeña. Una débil claridad entra a través de una diminuta ventana con barrotes. Escucha una llave girar en la cerradura de la puerta, situada a su derecha. Un hombre pequeño y muy delgado entra en la habitación. Lleva un trapo rojo en las manos. Se acerca a ella, la agarra por el codo y tira hacia arriba para que se siente. Sus ojos azules se clavan en ella. Una ráfaga de lucidez pasa por la cabeza de la chica. Recuerda esos ojos azules, tan grandes y con tanta maldad. Unos ojos que, ahora se da cuenta, no encajaban con la imagen de dulce abuelita del resto del conjunto con el cabello blanco, gafas redondas en una cara surcada de arrugas y andar lento y encorvado. Y toda la escena pasa de pronto por su cabeza como en una película. Una anciana que camina muy despacio por la acera, con un vestido de flores amarillas y cargada con una pesada cesta. Que de pronto se para y se apoya en la pared, que parece que va a desvanecerse. Una chica vestida de rojo que se acerca a ayudarla y carga con la bolsa, que entra en un portal de un edificio muy antiguo, que sube las escaleras de madera gastada que crujen a cada paso. Y después la oscuridad, el silencio.
Y un segundo antes de que el hombre cubra su cabeza con la caperuza roja que lleva en las manos y ella deje de respirar, la mujer de rojo comprende que ha caído en su trampa, en las garras del lobo feroz.