"Estoy oyendo crecer a mi hijo", por Francisco Umbral

Por Tenemostetas
Estoy oyendo  crecer a mi hijo FRANCISCO UMBRAL 

Anda entre sus trenes sin destino, sus mitologías de trapo, la carabina de Jesse James, el caballo Furia, la Moradita Luz, que es una luz que él ha visto y bautizado desde la terraza, antes de dormirse, un planeta nuevo que mi hijo ha encontrado en el cielo de la noche madrileña, una cosa roja y fina que parpadea, una luz que a él se le antoja morada, moradita.  Estoy oyendo crecer a mi hijo en el silencio de los libros, en el monólogo de los juguetes, una batalla de trapo, una fiesta de muelles rotos, una catástrofe de automóviles sin pilas, ponen la vida de mi hijo de tres años, como el viejo tango, se han secado las pilas de todos los timbres que vos apretás, y entonces me escriben de una revista y me dicen que haga algo sobre el año viejo o el año nuevo, la nochevieja, una cosa así, ya se sabe, lo de todos los años.  Decía José María Salaverría que cuando se acaba una colaboración siempre nace otra, y esto es ya una vieja ley en el periodismo, en la hambreante literatura española, madrileña, la ley Salaverría, como la llaman o la llamaban algunos modestos maestros del oficio de la colaboración. Raza extinguir ésta de los colaboradores de periódicos y revistas, porque somos los últimos mohicanos de un periodismo literario y francotirador.  Pero estoy oyendo crecer a mi hijo y un hijo cuesta mucho, come mucho, gasta mucho, de modo que ahora ha venido el final de un año y el comienzo de otro. Aquí estamos, hijo, tratando de pasar la frontera entre dos años, tú con tus trenes accidentados, con tu coco guapo, tu moradita luz, tu lobote bueno y tu lobote malo, tu popó redondito y tu automóvil italiano, blanco, de pedales, que te regaló la tita por reyes, el año pasado, y que todavía da la vuelta al mundo de apartamento en ochenta pedaladas de tus botas breves y duras. Así las cosas, él anda a sus sillas que disparan, a sus ceniceros que son volantes de automóvil, a sus escobas que son aviones, y yo a mis libros, que cada día vienen más libros a casa, esto es una bendición del cielo catalán, de los editores de Barcelona, que no se cansan, benditos sean, de fabricar libros, en tanto que otros fabrican balas, escopetas, tanques, bombas atómicas, navajas barberas y mentiras.  Abro el último paquete de libros llegado de no se qué editorial y escribo los necesarios artículos sobre el año viejo y el año nuevo, y pienso en un resumen de fin de año. Allende, el señor Allende, un caso importante, el socialismo y la democracia en América, cuánto durará eso, si pudiera ser que durase, pero las mujeres se manifiestan en París, con Simone de Beauvoir a la cabeza, pidiendo libertad de concepción y de aborto, y la gran escritora llevaba un papelito escrito en la manga derecha de su abrigo de piel, una premática con hilvanes, y otras mujeres se metían un balón debajo del suéter y se montaban en los hombros de un amigo para gritar sus derechos. El mundo sigue, hijo, y tú estás aquí a pesar de todo, y seguramente doña Simone de Beauvoir no tendría nada contra ti, como ni tú ni yo lo tenemos contra ella, pues no es eso lo que quiere decir el papelito de su manga, tú ya me entiendes, tienes tres años y ya me entiendes.  El mundo está afuera, lleno de revoluciones, represiones, avances, regresiones, huelgas, frío, castañeras, discursos, lentejuelas, músicas, ternurismos y habre, y nosotros aquí, en este apartamento pequeño (a ver si para el verano nos tienen la casa nueva, que está casi fuera de Madrid y se respira más aire puro, menos polucionado, y tendremos más habitaciones). Tendremos más habitaciones, sí, pero entonces yo me aislaré en la mía, que gustaré de llamar estudio, con mis libros, la máquina, esta máquina de escribir, los retratos de Valle-Inclán y Jesse James, el retrato que me hizo Álvaro Delgado, y el que me hizo Martínez Novillo, dos retratos, hijo, donde estoy verde, enfermo, miope, dos retratos de Dorian Gray a los que les sale ya la decadencia de mi vida en este fin de año, en este fin del mundo.  Estoy oyendo crecer a mi hijo y quisiera para él un mundo mejor, más justo; más libre. Cuando yo me haya muerto entre estos dos retratos verdes y amarillos, cuando ellos den ya toda la amargura de mi vida ida, quisiera que los hombres, hijo, hubiesen dejado de matar niños, que los niños hubiesen dejado de pensar en matar hombres el día de mañana, que hubiera en el mundo más justicia y más libertad. Decía Camus, hijo, que entre su madre y la justicia, se quedaba con su madre. Decía Madariaga que un día dejó de creer en la justicia para creer en la libertad. Está muy malparada la justicia para creer en la libertad. Está muy malparada la justicia, hijo, no tiene prensa entre nosotros, y entre la justicia y tú, yo no tengo que elegir, porque si digo justicia estoy diciendo justicia para ti (para ti también) y si digo que mi hijo, estoy diciendo un hombre justo para el día de mañana. En fin.  Hay un cruce de trenes en el cruce del año que se va y el que viene, hay esa tristeza ferroviaria que es la fundamental tristeza de la vida, un instante de andén vacío, una sala de espera entre diciembre y enero, con frío y humo, y estoy aquí, oyendo crecer a mi hijo, que se asoma tras los cristales helados de la noche a mirar al parpadeo rojo de la moradita luz, y luego se va a meter en la cama y vamos a tener un diálogo de ardillas que leen libros y ciempiés que hablan por teléfono, hasta que él se duerma. Antaño, yo le dormía en la mecedora e hice un relato contando esto, que me publicó Garagorri en “Revista de Occidente”. Garagorri tiene barba blanca de Papá Noel laico, de hombre bueno y sabio de la cultura española, pero no siempre le van bien las cosas, porque no siempre les van bien las cosas a los hombres buenos y sabios, hijo. Garagorri, si quisiera podía hacernos un Papá Noel barbado y honrado, para ti, pero no va a querer.  Es el año nuevo, el año viejo, la nochevieja, no sé. Dejo de escribir a máquina y estoy aquí, sencillamente, oyendo crecer a mi hijo Tomado del blog Palabras en Español. Publicado originalmente en Revista “Jano” (Barcelona), 31 de diciembre de 1971, pág. 27.


El único hijo de Umbral falleció posteriormente de leucemia con solo 6 añitos, tragedia que refleja en su maravilloso libro Mortal y Rosa.