El marcador al descanso no presagiaba nada halagüeño y el vestuario visitante de aquel modesto campo era un funeral. Apenas alguna tos se atrevía a romper el pesado silencio. Uno de los jugadores, abatido, abría con pesar una botella pequeña de agua. Un anciano, delgado, de pelo cano y bigote generoso, se paseaba de un lado a otro, mirando al suelo. Después de un par de minutos se abrió una americana de aspecto tan viejo como él y sacó una pequeña petaca de plata, abollada en un extremo. Después de tentar su contenido y dejar que este le quemase la garganta, carraspeó. Con voz cavernosa empezó a hablar.
—Sabíamos a lo que veníamos. Y nos han dado hostias por todos los lados. Qué más da—comenzó.
—¿Pensábais que iban a tener piedad? ¿Que iban a darnos la más mínima esperanza? La esperanza es para los débiles. Y nosotros no lo somos. No nos lo podemos permitir. Ni siquiera jugamos porque nos gusta, que no lo dudo. Yo amo esto. Pero eso queda fuera de la ecuación. Jugamos porque no tenemos otra cosa en la vida.
Silencio. Varios de los componentes del equipo se removieron, incómodos, en los bancos de madera. La luz entraba a través de la puerta entreabierta y dotaba al vestuario de escasa claridad. El anciano continuó.
—Jugamos… —una profunda tos le interrumpió. —Jugamos—repitió—como respuesta a esa voz que todos nosotros tenemos dentro y que nos repite una y otra y otra vez, que somos un fraude, un fracaso, una rémora. Jugamos para decirnos a nosotros mismos que es cierto. Que tienen razón. Que somos unos perdedores. Pero, señores, el ser consciente de serlo es lo que nos hace acreedores de la más bonita de las palabras: Dignidad. Y la dignidad está por encima de la derrota, pero también de la victoria.
Llegados a este punto, varias de las personas que minutos antes eran víctimas de un naufragio, se atrevían a levantar la mirada con brillo en sus ojos. Se secaban el sudor, empezaban a mirarse los unos a los otros o se daban golpes en las rodillas con sus puños cerrados, infundiéndole ánimo a sus propias almas.
El viejo se tambaleó ligeramente. Escupió al suelo. Y siguió.
—Hay dos tipos de personas en el mundo. La gente gris y la extraordinaria. Extraordinaria para bien o para mal. Ya sabéis por dónde voy. Nosotros somos extraordinarios. Somos estrellas. Estrellas que decidieron aparecer sólo las noches en que el cielo estuviera nublado. Señores. Hemos nacido para perder. Salgamos ahí y perdamos. Perdamos con la cabeza alta. Vamos a darlo todo y a marcharnos habiéndoles metido toda nuestra dignidad por el culo, joder.
El vestuario estalló en gritos, rabia y alguna que otra lágrima. El segundo tiempo estaba a punto de comenzar y el equipo al completo formado por abogados del turno de oficio y reclusos del módulo 7 de la cárcel municipal, salía al campo ante la sorpresa del poco público que allí se encontraba. Con la actitud de campeones del mundo. Con alma de estrellas de un cielo nublado.
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