Las estrellas no caen, tan sólo vagan en busca de su destino.
La expresión yiddish blondzen no significa exactamente errar, sino algo así como "vagar en busca del camino perdido". En español, como en inglés, no existe un verbo completamente equivalente, así que para el título de Blondzende shtern tendremos que dar por buenos tanto wandering como errantes. El matiz de la frase que al principio de la historia Leibel le dice a su amada es, no obstante, muy significativo.
Valga esta pedante puntualización también para la editorial que decidiere, en el inminente centenario de la muerte de Sholem Aleichem, recuperar su novela cumbre. Así lo hizo Penguin en 2009, con motivo del 150 aniversario, y no le ha ido tan mal. En español, si no me equivoco, este libro sólo se ha publicado en Argentina, y de eso hace ya casi medio siglo. Por algún motivo que se me escapa, nuestros editores habidos y habientes han decidido que Aleichem, uno de los padres fundadores de la literatura yiddish moderna y, en cualquier caso, el hombre que terminó de dignificarla y la universalizó, no merece la atención del lector español.
Estrellas errantes comienza con dos escándalos familiares. Reizel y Leibel, las jóvenes y errabundas estrellas, han desaparecido de sus casas sin dejar rastro. La una se ha llevado su candor y su primorosa voz; y el otro, el dinero que el contable de su adinerado padre guardaba en el dormitorio. Al correr la noticia, el pequeño shtetl de Holeneshti, en la rumana región de Besarabia, se queda conmocionada. No parece tratarse, además, de una simple locura pasajera de dos adolescentes, y algunos sospechan incluso que puede tratarse de un secuestro, pues esta desaparición coincide con la partida de la compañía de teatro que a lo largo de las últimas noches ha encandilado a propios y extraños en el misérrimo poblado, y que se había interesado por incorporar a Reizel a su compañía. Comienza así una historia que nos lleva de la Besarabia de principios del siglo XX al Nueva York de antes de la Primera Guerra Mundial, pasando por Lvov, Viena o Londres (ruta casi idéntica a la que siguió el propio Aleichem cuando emigró a América huyendo de los pogromos), y que nos cuenta un pedazo de la historia de la diáspora judía tan interesante como increíble.
Cabe imaginar que si, además de su gran talento literario, Aleichem hubiera tenido la capacidad de vislumbrar, siquiera vagamente, lo que iba a deparar el futuro, nos hubiera narrado la vida de personas como los Warner Brothers, Irving Berlin, Louis B. Mayer, o la familia Gershwin. Todos ellos, hijos de humildes trabajadores manuales judíos, huyeron con sus familias de los pogromos que los amenazaban en Rusia, Polonia, Hungría o Rumanía y recalaron en los Estados Unidos, donde con el tiempo acabaron creando Broadway y Hollywood, y transformando el mundo del espectáculo como nadie había hecho hasta entonces. Pero en aquellos tiempos, el cine estaba todavía en su primera fase de desarrollo. El verdadero espectáculo de masas era el teatro, y dentro de la comunidad judía, el teatro yiddish gozaba de una popularidad e influencia que hoy nos cuesta imaginar, con multitudes agolpadas en las salas y unos actores principales convertidos en estrellas veneradas con locura.
En su origen, las obras yiddish incluían desde piezas satíricas para ser representadas durante la fiesta de Purim hasta canciones seculares, pasando por mascaradas o canto religioso. Esto siguió sin cambiar demasiado hasta que, en 1876, el poeta Abraham Goldfaden, al que habían encargado que ofreciera un recital de sus poemas en un jardín de la ciudad de Jassy, en Rumanía, extendió el programa inicial y lo convirtió en un vodevil. Pues bien, aquella actuación ha pasado a la historia como la primera representación de teatro yiddish profesional. Poco a poco, algunos autores, a remolque de la Haskalah (el movimiento ilustrado que, en los siglos XVIII y XIX abogó por la integración del pueblo judío en las sociedades en que vivían, así como por una modernización y secularización de sus costumbres) fueron explorando temas y estilos más sofisticados y profundos,y adaptando obras clásicas para el público judío. Aunque dicho movimiento abogaba también por la erradicación del yiddish en favor del hebreo, el impulso de su vertiente intelectual favoreció lo que se conoce como el Renacimiento Yiddish, en el que destacaba la figura de Aleichem.
Tras el asesinato en 1881 de Alejandro II a manos de los revolucionarios, el posterior recorte de libertades en el Imperio Ruso bajo el nuevo zar supuso un duro golpe para este teatro apenas recién nacido. Al poco tiempo de llegar al poder, Alejandro III prohibió las representaciones teatrales en yiddish, dada la imposibilidad de controlar los posibles focos de rebelión en una lengua que las fuerzas del orden no entendían. En consecuencia, Goldfaden y su troupe, junto a muchos otros, se vieron forzados a emigrar, y el hueco que dejaron fue ocupado por titiriteros que representaban obras de ínfima calidad. Éstos lograron salvar la prohibición gracias al ardid de denominar su teatro judío-alemán, que es precisamente el término que, en la novela que nos ocupa, utiliza Shchupak al referirse a su compañía, que, con esas obras simplonas y vulgares con las que Goldfaden había intentado acabar, deslumbra al shtetl de Holeneshti.
Si Estrellas errantes hubiera sido escrita unos años antes, Holeneshti habría sido el escenario principal y casi único de la novela. Pero la primera década del siglo XX, época de cambios cruciales en todo el mundo, supuso un punto de inflexión para el shtetl, el yiddish y los judíos de la Europa oriental. Como dice Dan Miron en su fascinante e iluminador postfacio:
Mientras las historias anteriores habían retratado el shtetl de Europa oriental como un organismo social relativamente cohesionado, la nueva novela lo presentaba en un proceso de disolución y reformulación social y cultural bajo unas circunstancias completamente nuevas. Así, en lugar de limitarse geográficamente a una pequeña aldehuela judía o a una ciudad mediana de provincias situada en el corazón de la Zona de Asentamiento judío de Ucrania, la novela abarca todo el mundo askenazí en aquella era de grandes movimientos migratorios.
Del mismo modo, la elección de Holeneshti permite a Aleichem retratar ese mundo de titiriteros y sus ramplonas representaciones, pues sólo en un pueblo pequeño, remoto e inculto podía todavía triunfar ese tipo de teatro que Goldfaden había conseguido superar y que Aleichem tanto despreciaba. Al respecto de ese tipo de teatro, nos dice el narrador que sus producciones menores eran:
dramones sentimentales y tragedias mediocres con títulos tan poco habituales como 'Shminder Begetz en el Auto de fe' o 'Arráncate la blusa para mí', (...) mientras que sus piezas más intelectuales y literarias se titulaban 'Hinke-Pinke', 'La nuez de Shlyme', 'Salto en la cama' o 'Velvele come mermelada'.
Pero este conflicto entre el nuevo teatro, serio y de calidad, y el teatro popular tiene más de una dimensión. Así, una de las cuestiones centrales del libro tiene algo que ver con el habitual conflicto
entre el judío "primitivo" y el "sofisticado", o, desde el punto de vista opuesto, el judío "puro" y el "asimilado". Al llegar a Viena, Holtzman observa que los judíos vieneses no son realmente judíos.
[Judíos] que no necesitan del auténtico teatro yiddish, judíos que corren a escuchar a Sonnenthal o se contentan con un cabaret o una tabernucha donde la gente se reúne para beber cerveza, fumar y escuchar a alguien cantar canciones tan vulgares como Chava o Todos los viernes por la noche, y luego aplauden y se relamen los dedos, a judíos como ésos habría que colgarlos de un árbol o fusilarlos (...) [Holtzman] y su nuevo socio decidieron escupir sobre esa Viena tan refinada y regresar a las provincias, a los pueblos de Galitzia, Bukovina o Rumanía, donde los judíos no habían probado el fruto del Árbol de la Sabiduría, y donde el público todavía se congregaba para ver a los actores judíos del mismo modo que correr a ver un oso, un elefante o un mono.
Es fácil advertir en esta cita cierta ambivalencia en el juicio de Holtzman, como también la hay en Aleichem, que se debate entre la esencia de la cultura yiddish y su apertura al mundo no judío.
Muchos críticos han señalado que Estrellas errantes es una novela un tanto imperfecta. Habría que matizar ese adjectivo. Gloriosamente imperfecta, podríamos decir. O épicamente imperfecta. Si los juzgamos por sus respectivas mejores novelas, no cabe duda, por ejemplo, de que, como novelista, nuestro autor era sensiblemente inferior a otro grande de las letras yiddish, Der Níster. Aleichem ha pasado a la historia sobre todo por sus relatos, y en concreto los que sirvieron de base a El violinista en el tejado. Sus escasas novelas breves, como Menajem Mendel, son de hecho muy poco novelescas, se caracterizan por la acumulación de episodios de la misma índole y, en palabras de Miron, el dinamismo del lenguaje suple al de la trama. Pese a que Aleichem era un gran lector y admirador de los grandes clásicos rusos, en Estrellas errantes, como en sus otras novelas, la trama adolece de una escasez de momentos dramáticos que hagan subir, bajar, girar y revolcarse a la historia, y que tanto caracterizan a la literatura rusa de la época. Da la sensación, más bien, de que, para echar a rodar la novela, el autor se sirve tan sólo del impulso de los capítulos iniciales y del cebo de la conclusión a la que todo parece llevarnos. Aleichem, que quería escribir una gran novela, sólo consiguió narrar una gran historia, trufada, eso sí, de personajes memorables.
Aleichem era un soberbio retratista, y su talento en esa faceta algunos lo han comparado con el de Dickens. Por ello puede sorprender que los personajes centrales, Leo Rafalesco (nombre artístico de Leibel Rafalovitch) y Rosa Spivak (Reizel), parezcan estar un tanto desdibujados. Leo, de hecho, es un auténtico soseras. Su momento álgido como personaje es al principio de la novela, cuando está aún en la edad del pavo. A partir de ese momento y de la separación de Rosa, Leo se convierte en un pelele del que todos se aprovechan. Su incapacidad para decir no, o ya para reaccionar a cualquier estímulo, lo lleva a aceptar con la mayor indiferencia el amor de una rubia despampanante, que se lo come a besos mientras él, alelado, está pensando en su amorcito. Sólo en el teatro es capaz de cobrar vida, y sólo al final de la novela, al cabo de diez años desde que las dos estrellas perdieron el rumbo, encuentra de nuevo su propia voz. En lo que respecta al escenario, Leo decide, de manera significativa, que:
No se hable más. A partir de ahora, Rafalesco ya no interpretaría más papel que el de Uriel Acosta. Era su decisión final. No más operetas. No más melodramas. No más obras de Purim. ¡Se acabó! ¡Se acabó!
Y aquí hay que hacer un pequeño inciso para decir cuatro cosas sobre ese señor. Uriel Acosta nació a finales del s. XVI en Portugal, en el seno de una familia de judíos conversos. Descontento con el catolicismo, Acosta comenzó a interesarse por la fe de sus antepasados, aunque de manera clandestina. Es decir, que de converso pasó a lo que entrañablemente se conocía como marrano. Al sentirse perseguido por la Inquisición, se fue con su familia a Amsterdam, a la sazón un santuario de libertad religiosa, y que pronto se convertiría en el centro de la diáspora sefardí. Dedicado de pleno al estudio del judaísmo, Acosta observó con disgusto que los rabinos se centraban en cuestiones puramente rituales y legalistas que tenían escaso fundamento bíblico. La publicación de su libro Un examen de las tradiciones de los fariseos constituyó un escándalo en la comunidad judía. El libro fue quemado en público y Acosta fue excomulgado. Tras huir a Hamburgo, volver posteriormente a Amsterdam, pedir perdón y hacer propósito de enmienda, Acosta se vio incapaz de reprimir su propia naturaleza racionalista. No se contentó con sus críticas al judaísmo, sino que llegó a afirmar que toda religión es un invento de los hombres. Como castigo por hereje, recibió treinta y nueve latigazos en la sinagoga portuguesa de Amsterdam. A continuación, le obligaron a tumbarse a la puerta de la sinagoga y dejar que toda la congregación pasase por encima de él. Humillado de esta manera tan inhumana, Acosta acabó suicidándose. Dos siglos más tarde, el autor alemán Karl Gutzkow escribió la obra teatral que, interpretada por Adolf von Sonnenthal, encandila a Leo hasta el punto de negarse a interpretar otro papel.
La sombra de Acosta, al mismo tiempo hereje, mártir y precursor de Spinoza, se extiende de principio a fin sobre Estrellas errantes. El dilema y la tragedia que representa este personaje son los mismos que observamos en tantas obras de la literatura yiddish. Se trata del conflicto que enfrenta la libertad del individuo y su identidad como judío. En esta ocasión, no obstante, el foco apunta al conflicto del artista judío y su identidad en un mundo hostil, y éste, digámoslo aunque sea de pasada, es probablemente el tema central de la novela. Dice Meyer Stelmach a su buen amigo al respecto de Rosa Spivak:
Después de todo, somos judíos en un mundo cristiano. Pero eso no la convenció. Un gentil es un gentil y un judío es un judío. A mí me encanta ser judío, de verdad, con todo mi corazón. Me encanta el teatro judío, la comida judía, como sabes, me encanta el yiddish, tengo un hogar judío, y mi mujer, que Dios le dé larga vida, es una mujer kosher, mis hijos, a Dios gracias, son judíos, y más allá de eso, debo insistir en que, si mi Grisha fuera al barrio judío y pisara un escenario judío o entrara en una sinagoga, sería el final, lo perderíamos todo, ya no sería el héroe de la comunidad. ¡Se acabó Grisha Stelmach! Y lo mismo le pasaría a Rosa Spivak. Mientras esté entre gentiles, aunque todos sepan que es judía, los judíos ricos irán corriendo a oírla cantar. Pero si hiciera el tonto y actuara sólo para judíos, dirían: '"¿qué? Así que eres de los nuestros, ¿qué tienes de especial?" Al final conseguimos convencerla para que al menos se pusiera un tupido velo y que nadie la reconociera.
Si fuera judío, me atrevería a bromear sobre lo retorcido del razonamiento. Por otra parte, también Rafalesco reflexiona sobre la condición del artista judío.
Muchas cosas quedaron claras. Existían escuelas donde podías aprender a ser actor, pero no había ninguna para judíos. Existían filántropos que entregaban fortunas al mundo de las artes, pero no había nacido ninguno para los judíos. No teníamos escuelas para artistas judíos, ni profesores, ni textos, ni alfabetos, ni filántropos, ni arte. Teníamos teatros, actores, talento, grandes y brillantes estrellas cuya luz llegaba lejos, mucho más allá del escenario judío, hasta la nación de los gentiles. Y a veces sucedía que éstos oían hablar de una de estas estrellas. Se llegaban hasta el teatro judío, se sonreían mutuamente y se pegaban a esa estrella hasta seducirla para que se fuera con ellos, y así ésta se perdía por siempre para el escenario judío.
El otro personaje central es, en teoría, Rosa Spivak, la amada de Leo. Si como hemos dicho, Leo es, durante la mayor parte de la obra, un soso algo pánfilo, Rosa se nos muestra como una chica más espabilada y ambiciosa. Aleichem quiso retratar en ella la nueva mujer judía. Ya no había sitio en la literatura yiddish para la "hija judía", modosita, obediente y que se casa con quien elijan sus padres.
No amo a nadie, ¡a nadie! Hago lo que me apetece en cada momento, lo que me dicta el capricho. Las preocupaciones de los demás son un chiste para mí. La tragedia ajena, un juego.
Rosa, a quien Aleichem da ojos de gitana, toma las riendas de su propia vida, aun a sabiendas del precio que tendrá que pagar. El problema es que casi toda la información acerca de Rosa se nos muestra de forma indirecta, bien sea a través de otros personajes o mediante el recurso facilón del intercambio epistolar. Miron sugiere que ello se debe a que Aleichem, conocedor en profundidad del mundo del teatro yiddish, apenas tenía unas vagas nociones del mundo de la música profesional al que Rosa se dedica. A mí la explicación no me convence, y me inclino a pensar que Aleichem nunca llegó a tomar la medida a la novela larga. Esto se puede observar al final de la novela, con un desenlace impecable desde el punto de la trama, pero empobrecido, una vez más, por el recurso del intercambio de cartas.
Dejemos de lado, pues, a nuestros enamorados, y señalemos que la verdadera grandeza de esta novela radica, en primer lugar, en su impresionante galería de personajes secundarios, muchos de los cuales son mucho más complejos e interesantes que los principales. Qué decir, por ejemplo, del sinvergüenza secuestrador devenido empresario Hotzmach / Holtzman, primero irritante, luego entrañable, finalmente trágico. O de la enamoradiza celestina Breyndele Kozak. O la tontaina y maquinadora Henrietta Schwalb. O todos esos empresarios teatrales, artistas y buitres que sobrevuelan todo lo que huela a dinero.
En segundo lugar, por supuesto, está la manera en que Aleichem consigue narrar, a través de tantas historias personales, la emigración de los judíos de Europa oriental a tierras americanas, así como la descripción de ese mundo depauperado pero lleno de sueños en el que vivían. Para el propio Aleichem, la relación con América fue siempre algo ambivalente. Por una parte, el escritor sentía admiración por una tierra que daba acogida y permitía prosperar al recién llegado. No olvidemos que nuestro autor llegó a Nueva York apenas un año después del pogromo de Kiev, y tres del de Kishinev, en Besarabia.
América es, Dios la bendiga, una tierra de libertad, más libre incluso que Londres. Aquí cada uno hace lo que quiere. Llegada la Pascua, uno se va a la sinagoga, otro se va a trabajar en una tienda. En Yom Kippur o Kol Nidre, uno llora en el Ya'ales, otro va a un baile, baile de Yom Kippur, se llama. Un grupo de jóvenes se reúnen y, con su cerveza y sus salchichas de cerdo, hacen las paces con el viejo Dios de los judíos por Sus malas acciones, por Sus decretos y Sus pogromos, y Le cantan las cuarenta, para que no se olvide hasta el próximo Kol Nidre. ¡Si hablamos de un país libre, aquí es donde puede hacer lo que quieras!
Víctimas del pogromo de Kishinev
Aleichem, comparado en ocasiones, como hemos visto, con Dickens, llegó a América con grandes esperanzas. Era ya un escritor respetado y querido en Europa oriental, y ahora quería triunfar en el teatro yiddish, que en Nueva York era un género ya plenamente consolidado. De hecho, el Grand Theatre y el People's Theatre, de Jacob Adler y Boris Tomashefsky respectivamente, ambos, al igual que Aleichem, nacidos en Ucrania, gozaban ya de un prestigio y una calidad muy superior a la que tenía el teatro yiddish en Europa. Se recibió a Aleichem con gran expectación, pero algunos comentarios un tanto condescendientes por parte de éste predispusieron al público en su contra. Su estreno simultáneo con sendas obras en aquellas dos grandes salas fue un fracaso en toda regla. Apenas unos meses después, deprimido y humillado, Aleichem regresó a Europa. La experiencia, no obstante, le fue de gran utilidad cuando, dos años más tarde, empezó a escribir Estrellas errantes, donde incorporó una escena muy parecida a la que le había tocado sufrir en persona.
Comenzada la Primera Guerra Mundial, un Aleichem pobre y enfermo, que llevaba tiempo sobreviviendo gracias a la ayuda de amigos y admiradores, regresó a los Estados Unidos, donde firmó un contrato con un periódico, lo cual le garantizaba unos pequeños ingresos fijos. La muerte de su hijo en Europa, a quien no habían dejado entrar en el país por la tuberculosis que sufría, terminó de hundir a Aleichem, que moría también de tuberculosis un año más tarde. Quizá como irónico símbolo del ambivalente destino del artista judío, su funeral congregó a más de cien mil neoyorquinos.
Os dejo unos enlaces (en inglés, por supuesto). Uno, sobre la vida y obra de Sholem Aleichem, y los otros, como muestra de la pasión que aún hoy sigue despertando el teatro yiddish.