El Thomas de la película es, naturalmente, Santo Tomás Moro, aquel que afirmó: “Un hombre puede perder la cabeza fácilmente, y, sin embargo, no sucederle por esto ningún mal”. Un santo al que conviene recordar mucho en nuestros días, porque la palabra corrupción se ha convertido en la más gastada del DRAE, y Moro murió “incorrupto”. Conviene recordarle porque las portadas de la prensa escrita o digital nos presentan a diario comportamientos éticamente lamentables, y Moro actuó siempre con integridad. Y, sobre todo, nos conviene recordarle porque, en medio de tanta confusión moral, muchos intentan descubrir la luz de la propia conciencia, y Moro es un ejemplo actual de cómo seguir con heroica fidelidad los dictados de la conciencia.
Al ritmo sosegado de la obra teatral, se contrapone el estrés del presente (la madre con su hijo enfermo, dos amigos apunto de romper); y al dilema de Moro, las preocupaciones del hombre y la mujer actuales. “Al final –afirma Cuadri–, las tramas y los conflictos de actores y actrices de hoy en día se entremezclan con las de los personajes de la obra, en un sutil pero evidente juego de espejos”. Un juego –podríamos concluir– en el que adquieren sentido y vigencia la actitud y el sacrificio de Moro.
La película rinde un intencionado –y merecido– homenaje al teatro, y la puesta en escena es fiel a este compromiso. “Pretende ser, nada más y nada menos –explica el director–, que Cine de Actores, película para amantes del teatro y de la historia, y una humilde pero profunda reivindicación de la cultura, de los valores de la integridad del ser humano en este ‘nuestro mundo después de Internet’, en plena efervescencia de redes sociales y soledades globales digitalmente compartidas, en las que quizás es más necesaria que nunca la mirada al interior de nosotros mismos”.
Sin duda, una buena elección para los amantes del cine de calidad.