En España, el "partido" es una unidad de delito, no un instrumento de la democracia. Durante décadas, los recaudadores han pedido dinero "para el partido", como si ese destino justificara el delito. Sin embargo, robar, extorsionar y practicar la arbitrariedad y el abuso en nombre del partido ha sido una excusa y una justificación durante las últimas décadas. Ministros y altos cargos han recibido sobres con dinero negro ilegal y sin pasar por el fisco porque lo ragalaba "el partido", mientras se pedían comisiones y se hacían todo tipo de acuerdos al margen de la ley en nombre del partido.
Muchos empresarios honrados, cuando recriminaban el chantaje que recibian (o nos das dinero o no hay contrato) al recaudador, este respondía con descaro "El dinero es para el partido". Y en nombre del partido se han cometido todo tipo de delitos, abusos, arbitrariedades y suciedades.
Si al menos, esos partidos contaminados pudieran ofrecer, a cambio, un balance positivo a los ciudadanos, quizás el expolio y el abuso podrían explicarse, pero, para colmo de desgracias, los extorsionadores corruptos han sido pésimos administradores y gobernantes de bajísima calidad, que han causado a España y a los españoles daños terribles.
Si se analiza con serena imparcialidad el balance que pueden ofrecer los dos principales partidos políticos españoles, tanto el PP como el PSOE y sus eventuales socios nacionalistas, arroja resultados dramáticos, todo un suspenso mayúsculo. Si España es hoy el pordiosero de Europa, que ha necesitado un rescate disimulado pero real y masivo por parte de sus socios, es porque la izquerda y la derecha española han gobernado de manera pésima. Recibieron del franquismo un país entusiasta, cargado de energías y con una ingenua y poderosa fe en la democracia y el futuro, pero hoy, casi cuatro décadas después, España es una piltrafa política con un sistema que, aunque se autoproclama "democracia" es sólo una vulgar dictadura de partidos políticos, donde los políticos profesionales, divorciados de su pueblo, se han atrincherado, rechazados por una parte importante del pueblo, en unas instituciones del Estado que carecen de aprecio y de prestigio.
El nacionalismo, que en 1978 era apenas un embrión animado por cuatro exaltados y algunos políticos ambiciosos, roza hoy la mayoría en el País Vasco y Cataluña, donde ha germinado el independentismo, después de detestables y sucios episodios de compadreo, compra de votos, capitulaciones, corrupciones y pactos inconfesables entre políticos nacionalistas y los dos grandes partidos españoles.
Pero el balance se hace sobrecogedor cuando se analizan las estadísticas y los datos fríos que emanan de las encuestas. España es el país que más rechaza a sus políticos en toda Europa. En ningún otro país europeo los políticos son considerados por el pueblo como el problema más grave de la nación, sólo comparable al desempleo masivo, obra también de los políticos, y por la crisis económica. Pero España no sólo es el país más políticamente frustrado de Europa, sino que ocupa lugares de cabeza en los rankings mundiales de trata de blancas, tráfico y consumo de drogas, baja calidad de la enseñanza, desempleo masivo, avance de la pobreza, blanqueo de dinero, tolerancia con las mafias, alcoholismo y un sinnúmero de lacras que convierten a la España que han forjado el PP y el PSOE, tras sucesivos gobiernos y alternancias en el poder, en una auténtica cloaca.
Ningún otro país de Europa ha elevado la mentira, como España, hasta el rango de política de gobierno. Ningún otro país de Europa ha gestionado peor su riqueza, ni ha despilfarrado tanto, ni ha apartado tanto a sus ciudadanos de los centros de decisión, ni se ha burlado tan intensamente de la voluntad popular, ni ha violado con tanta intensidad todas y cada una de las reglas básicas de la democracia, desde la inexistencia de una ley igual para todos a la absoluta escasez de independencia y separación en los poderes básicos del Estado, sin olvidar la ocupación y estrangulamiento de la sociedad civil por parte de los partidos políticos y la inexistencia de los controles, cautelas y contrapesos que la democracia necesita para controlar el poder de los partidos y de los gobiernos.
Ningún otro país europeo es tan opaco como España ni ha culminado de manera tan alevosa y vil el asesinato de su democracia y sustitución por una sucia oligocracia de partidos, donde los políticos, sin controles y cargados de arrogancia, han construido un Estado monstruoso que no puede ser costeado por el erario público, con más políticos, familiares y amigos del poder colocados que Alemania, Francia y Gran Bretaña juntos.
Hay más de mil casos abiertos de corrupción contra los principales partidos políticos españoles, lo que significa que deben existir más de 20.000, ya que los expertos calculan que apenas llegan a investigarse el 5 por ciento de los casos reales. Hay decenas de miles de políticos españoles incapaces de explicar razonablemente sus cuantiosos patrimonios y es raro el empresario español que no ha sido "visitado" o "tocado" por comisionistas o recaudadores de los partidos políticos. Si se aplicara con rigor una autentica justicia democrática, los principales partidos políticos españoles tendrían que ser ilegalizados por haber acumulado casos y pruebas suficientes para ser tratados como asociaciones de malhechores.
España ha soportado en el poder, durante décadas, no sólo a la mas corrupta y desleal clase política del continente europeo, sino también a la más inepta y fracasada. Esa clase política, cargada de oprobio y despreciada por un número cada día mayor de ciudadanos, es la que ha saqueado las cajas de ahorro y buena parte del erario público, sin que todavía haya pedido perdón por sus fechorias ni haya devuelto el botín. Esa clase política es la que ha construido trenes de alta velocidad sin pasajeros, aeropuertos sin aviones y carreteras por donde circulan apenas media docena de coches al día, todo eso con dinero que han pedido prestado y que las futuras generaciones tendrán que devolver con angustia.
Los políticos, juntos con sus dos estamentos cómplices, los periodistas que les prestan altavoces sumisos y sin capacidad crítica, y los jueces, que les aplican la ley con suavidad y clemencia, son hoy las tres profesiones más desprestigiadas del país, cuando apenas hace tres décadas, en los comienzos de la mal llamada "democracia", eran las más respetadas y queridas por los ciudadanos.
Francisco Rubiales