Viajando por el intrincado bosque interior de mi memoria, me encuentro con una mujer amable y sonriente que tejía muñecas de lana tras la puerta de una casita de labradores; con un trovador desconocido que cantaba cerca de la mazmorra en la que estaba recluida canciones en las que aparecía mi nombre; con un compañero de viaje errante y risueño con el que alguna vez compartí un trecho de mi camino y un poco del calor de una hoguera mal pergeñada, antes de que el sendero se bifurcara.
Nunca más podré volver a aquella casita, desapareció quizá mucho antes de que mi imaginación la inventara; ya no hay canciones para mí, ni aunque quisiera escucharlas; la soledad es ahora la cómoda y práctica compañera elegida y no permitiré jamás que me abandone. Todo lo que algún día amé murió antes de comenzar, pero la verdadera muerte es otra: el espejismo, la corrupción personal. Existen el amor y la amistad eterna, claro que sí. Pero sólo si jamás se materializan.