Intenté distraerme con el televisor que sonaba de fondo, donde Barack Obama comparecía ante el texto constitucional norteamericano para intentar convencer a ciertos fósiles totalitarios sobre la conveniencia de solucionar las aberraciones producidas en Guantánamo. Al hilo -pensé yo- saquemos un poquito de sentido común. Y le dije a mi compañero de mesa que aquello de las torturas había sido una auténtica atrocidad, inconcebible, que exigía asumir responsabilidades. Algo confuso, el muchacho me miró con expresión interrogante y acabó por preguntarme si con aquella palabreja, "tortura", me refería a las "técnicas de interrogación reforzadas". Tenía al mismísimo Cheney frente a mí, al menos, a su sombra, o algo horripilantemente similar. Le di un sorbo al café por otorgarle cierto respiro a mi impulsividad y no decirle a aquel chaval lo que me estaba inspirando con su comentario. Pero nada pude hacer por cómo se desarrollaron los hechos a partir de entonces. La elegancia y el decoro que aquel dandy me había mostrado en un comienzo, se derrumbaron ante mis ojos cuando le repliqué que, con aquella pregunta, estaba comenzando a "herir mi sensibilidad" (por aplicar sus tejemanejes lingüísticos y no decirle directamente la verdad: que lo que me estaba tocando era las narices). Pero al ver que no me entendía se lo dije tal cual sonaba en el lenguaje coloquial, rudo y directo, sin demasiados intentos por hacer que mi prosodia edulcorase el significado de la oración.
Entonces, mi dandy eufemístico, perdió cualquier destello de su elegancia y por la boca le salieron todo tipo de improperios acompañados de remolinos de saliva que se iban depositando como gotas de coñac sobre mi café. El temple, que a mí me dura un suspiro, lo destrocé diciéndole que sus eufemismos eran una patraña y un elemento de manipulación para intentar esquivar la realidad que, a veces, además de encandiladora, también es dura.
La vulgaridad que comenzó a rodear sus maneras ya no dejó lugar a maniqueísmos, ni residuo alguno de delicadeza en su conducta. Yo no salía de mi asombro ante el espectáculo que estaba presenciando. Por evitar caer en lo soez, no les voy a hacer un retrato exhaustivo de la escena. Sólo les apunto un par de cosas: se agarró a su "virilidad" con la mano derecha y lanzó toda clase de ofensivas flechas gestuales con la otra, faltas de cualquier dulzura. Aunque, claro, un ser de su planeta me diría que aquello del dedo corazón encolerizado y tieso, apuntándome a la cara, no era en absoluto ofensivo sino una clara demostración de su deseo por enviarme al Cielo rápida como un cohete... Sí, debía de ser aquello, y la posición del resto de los dedos venía a representar la plataforma de despegue en Cabo Cañaveral. El caso es que, perdida en mis fabulaciones, confirmé mi saturación mental y en ese momento decidí concluir, de una vez por todas, mi escapada vespertina. Me di la vuelta y abandoné la cafetería, no sin antes explicarle a aquel gentil muchacho extraterrestre por dónde se podía meter todas sus indicaciones... Y el lugar venía siendo, obviamente, por el lugar que se topase allá donde se le acaba la espalda.