Revista Cultura y Ocio

Eugenio había recién cumplido los cuarenta. Decían de él ...

Publicado el 26 noviembre 2014 por Morevi
Eugenio había recién cumplido los cuarenta. Decían de él que era licenciado en arte, que había crecido en el seno de una buena familia y que había desperdiciado los regalos con los que Dios le había honrado. Eugenio era vecino de todos, porque no tenía casa fija. Rondaba de aquí a allá y cada noche se establecía en un vecindario distinto. Por eso, todos los conocían y hablaban de él. 

He de admitir que durante un largo tiempo, en concordancia con el pensamiento común, no vi en él más que triste vagabundo que había agotado su suerte, un holgazán condenado a un eterno destierro. En más de una ocasión me lo había encontrado mirando a la nada, ocupado en desperdiciar el tiempo pensando en necedades y más de una noche lo había visto buscando un escalón en el que apoyarse hasta la mañana siguiente. Y fue así la manera en la que pensé de él, tratándolo con pena y compasión, hasta que aquel día, mientras estudiaba para mis exámenes lo vi perdiendo el tiempo como siempre.Enmarcado en mi ventana, parecía que Eugenio era un actor que monologaba para el viento, cuyas palabras se llevaba, escondidas en su regazo, a viajar por ventiscas polares y huracanes tropicales. Me reí. ¿Qué hace? me pregunté. ¡Está loco!, me dije. Y poco después lo vi. Ante mí un océano etéreo poblado de luciérnagas que aleteaban intermitentemente emitiendo un resplandor cálido, dorado, como las chispas de una hoguera o el reflejo del fuego en el mar. Yo, acostumbrada a la densa capa de gases industriales que juegan a ser niebla, vi en este fenómeno toda una novedad. Regalé mis ojos al culto del cielo y presencié a las estrellas dibujar con la tinta gualda de sus destellos toda clase de posibilidades, de aventuras y odiseas, de sueños y anhelos. Supongo que siempre habían existido noches como aquella, pero quizás yo había preferido verlas en las fotografías y alimentarme de las memorias vacías de otros. Pronto, la esfera de marfil se proclamó reina de la noche, vigilando con cariño a los que la miraban enamorados. Atónita, la contemplé sumergida en su hechizo. Entonces, el aliento gélido del viento nocturno se desvaneció del cristal de mi ventana. Vislumbré a Eugenio, devolviéndole a la reina la mirada enamorada. Por alguna razón, se reflejaba en sus ojos el secreto argentado. Brillaban en la oscuridad como dos faros, llamándome. Aquella noche, me desveló el secreto de la luna y compartió conmigo las riquezas de la naturaleza. Cuando me di cuenta, el tiempo se había escurrido entre mis dedos con la velocidad de una estrella fugaz. Decidí que era hora de irme a dormir. En una última mirada, la luna me besó los párpados y se despidió. Desde entonces comprendo por qué Eugenio huye de espacios cerrados, de muros impenetrables y estructuras de hormigón. Está enamorado de la luna y sus compañeras, y cada noche las persigue. No es demasiado ambicioso, no quiere capturarla, ni siquiera tocarla, sino simplemente contemplarla. 

Es tan preciosa que a veces tan solo con eso vale. 

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