Europa

Por Sergiodelmolino

Fascinante lo de Tony Judt. Un historiador capaz de moverse con esa soltura en unos términos tan ambiciosos y amplios (escribir la historia de Europa desde 1945) y que a la vez es capaz de construir una interpretación de los hechos contraria y poco complaciente con el lugar común de la crónica periodística y de la retórica política tiene trazas de genio. Toda persona que sufre una enfermedad degenerativa (la terrible ELA, en su caso) es digna de compasión y protagoniza una tragedia espantosísima, pero permítanme un leve sesgo elitista al decir que cuando un talento de la talla de Judt se pierde en lo más alto de sus capacidades, la tragedia es un poco más siniestra, porque perdemos todos. No andamos tan sobrados de talentos (ni ahora ni nunca), aunque los empresarios aficionados a remover becarios crean que los trabajadores intelectuales son intercambiables. Judt acaba de sacar otro libro en Estados Unidos, la primera parte de sus memorias, dictadas, evidentemente. Por lo visto, Judt quiere aprovechar cada segundo antes de que la enfermedad le apague por completo, no se rinde.

Tras algunos tiras y aflojas, y con algunas lecturas intermedias que me han ralentizado bastante la marcha, anoche llegué a la última página (la 1.183) de Postguerra. Ahora seguiré, por recomendación de Javivi, con Sobre el olvidado siglo XX.

Son muchas las cosas que me han gustado (¿estimulado?) de este libro, que pone en solfa muchos de los tópicos complacientes (y no complacientes) sobre nuestro continente. Sobre nosotros mismos. Sobre nuestros padres y abuelos. Pero me quedo con la idea central del libro: que Europa ha entrado en el siglo XXI inverosímilmente rehecha, fuerte, vigorosa y con capacidad de marcar el rumbo.

Unas cuantas ideas sobre la Europa que vivimos hoy:

Lo que aglutina a los europeos, incluso cuando critican duramente algún aspecto de su funcionamiento práctico, es lo que se ha dado en llamar —marcando un revelador contraste con la “forma de vida estadounidense”— el “modelo europeo de sociedad”.

Este es el dibujo de esa Europa a comienzos del siglo XXI, definido por dos bandos o dos grupos sociales:

A un lado estaba una refinada élite de europeos: hombres y mujeres, generalmente jóvenes, muy viajados y bien preparados, que quizá hubieran estudiado e dos o incluso en tres universidades diferentes del continente. Su cualificación y sus profesiones les permitían encontrar trabajo en cualquier parte de la Unión Europea: desde Copenhague hasta Dublín, desde Barcelona hasta Fráncfort. Los sueldos elevados, los billetes de avión baratos, la apertura de fronteras y una red de ferrocarriles integrada favorecían una movilidad más cómoda y frecuente. Esta nueva clase de europeos viajaba con facilidad por todo el continente para consumir, llenar su ocio y divertirse, y también para buscar trabajo, comunicándose como habían hecho los clérigos medievales que deambulaban entre Bolonia, Salamanca y Oxford, en una lingua franca cosmopolita: entonces el latín, ahora el inglés.

Al otro lado de la divisoria se encontraban quienes —siendo todavía la inmensa mayoría— o bien no podían formar parte de este maravilloso nuevo continente o no habían decidido (¿por el momento?) entrar en él: eran los millones de europeos cuya ausencia de cualificación, formación, preparación profesional, oportunidades o medios los mantenían firmemente enraizados en su lugar. Esos hombres y mujeres, los villein del nuevo paisaje europeo, no podían beneficiarse tan directamente del mercado único que disponía la Unión Europea para bienes, servicios y mano de obra. Por el contrario, se quedaban ligados a su país y a su comunidad, constreñidos por la falta de familiaridad con posibilidades lejanas y lenguas extranjeras, y con frecuencia mucho más hostiles a “Europa” que sus compatriotas cosmopolitas.

Vamos, que se ha abierto una brecha que sólo podrá borrarse —si se borra— en el transcurso de un par de generaciones. Hay dos fuerzas enfrentadas: cosmopolitas y provincianos en pugna por integrar o romper la UE. Los provincianos, mucho más numerosos, son la audiencia preferida de los políticos. Cuestión de votos.

Sigue Judt:

Los europeos, cada vez más nómadas, ahora se conocían mejor que nunca. Y podían viajar y comunicarse en igualdad de condiciones. Pero no hay duda de que algunos seguían siendo más iguales que otros. Dos siglos y medio después de que Voltaire señalara el contraste entre una Europa que “conoce” y una Europa que “espera que la conozcan”, la diferencia seguía siendo muy importante.

La Europa que conforma esta élite nómada suena a algo así como el viejo Imperio Austrohúngaro o el Imperio Otomano: una extensión variable de tierras donde se habla multitud de lenguas y dialectos, pero donde los ilustrados se comunican entre sí en una lingua franca y donde la autoridad no exige patriotismo ni adhesiones a una bandera: esos imperios permanecieron unidos mientras unos respetaron y aceptaron la existencia de los otros, mezclados en ciudades cosmopolitas y multilingües (mucho más ricas y heterogéneas en el caso del imperio turco). Cuando la mayoría de un grupo empezó a pensar que estaría mejor sin “los otros”, el frágil invento se fue al traste y empezó una serie de limpiezas étnicas cuyo inicio puede fecharse en la Macedonia griega en 1912 y terminar en Kosovo en 1999, con las dos guerras mundiales de por medio. De hecho, hay cierto acuerdo entre algunos historiadores al considerar que todas las guerras europeas del siglo XX son episodios de una sola.

Eso es lo que hicieron los estados nacionales surgidos en el turbulento siglo XX: homogeneizar y simplificar el mapa cultural, étnico y lingüístico de Europa, creando unidades monocromas y fáciles de manejar por políticos nacionalistas y por estrategas geopolíticos acostumbrados a mover fronteras a su conveniencia.

Pero, a finales del siglo XX y del XXI, Europa ha vuelto a ser heterogénea, multiforme y compleja. Y no ha regresado al que parece su estado natural —cuando ni Hitlers ni Napoleones ni Stalins se empeñan en jugar al Risk— gracias a la soporífera y antidemocrática burocracia de la UE, ni a la implantación del euro, ni a la asunción del acervo comunitario. Lo está consiguiendo gracias a tres cosas: la inmigración masiva, Ryanair y las becas erasmus. Y si me apuran, gracias también a la Champions League.

Las capitales europeas son hoy casi tan cosmopolitas como lo fue la Salónica del siglo XVI o la Viena del XVIII. Quizá más: más complejas e inabarcables. También más problemáticas. Pero, desde luego, mucho menos aburridas.

Los Estados y las naciones siguen teniendo importancia en algunos aspectos, pero para la élite que dirige Europa pintan poco: esa élite se mueve entre ciudades, no entre países. El “modelo europeo de sociedad” en el que se desenvuelven se parece bastante al “estilo de vida americano”: nómada, urbano y despreciativo hacia cualquier elemento provinciano o localista. Sí, a pesar de quienes lo pusieron en marcha, la UE (socialmente, al menos) va a acabar pareciéndose mucho a Estados Unidos. Pero como no lleva camino de parecerse jurídica e institucionalmente, el conflicto va a estar servido. Porque esa élite nómada no va a renunciar a su nomadismo cosmopolita: las fronteras no van a volver a levantarse. Cuando tiras un muro, no sabes lo que va a pasar después y es casi imposible reconstruirlo.