Europa necesita bailes de salón

Por Calvodemora

No hay novela de Austen en la que no brille un baile y en donde no se fije el destino de una familia o de una desconsolada dama, por lo general culta, de carácter abierto y muy poco o nada cortejada por los hombres. El baile (the ball) era la puesta de largo de la vida provinciana, una especie de parlamento en el que se cerraban tratos y se firmaban matrimonios. El galán solo puede bailar con la dama si ha sido formalmente presentado a ella. La dama que no está en el centro del baile, llevada en volandas por su pareja, es también el centro de las miradas. Importa la periferia tanto como el núcleo, bailar como no hacerlo. No hay movimiento que no sea evaluado, discretamente evaluado, considerado como antesala de un movimiento de un alcance mayor o evidencia de que ya no habrá ninguno más y la partida ha acabado. Jane Austen fija en el baile una especie de mapa geopolítico en el que cada pieza juega un papel y en el que es posible salir derrotado o vencido merced a una indiscreción o a un comentario sagaz o un gesto oportuno. No conozco una literatura más protocolaria que la victoriana. Tampoco un modo de vida tan sumamente rígido, de tan asombroso fuste diplomático. Si una señorita declina un baile, debe obrar de igual manera con todos los que le sigan. Es la mujer la que gobierna la sala de baile entera (the ballroom), pero es también en la que más fieramente se aplica la injusticia, cierto tipo de injusticia que, a la postre, está consensuada, admitida como legítima, organizada para alcanzar una justicia de rango mayor. No sé si las novelas de Austen son eminentemente románticas. Lo son, qué cabe duda, pero hay en ellas lo que Dumas o Hugo evitaban: el racionalismo, la búsqueda de la verdad a través de la inteligencia y no aprehendida por el instinto, por la fuerza del corazón. No hay en Austen ninguna concesión al frágil y condescendiente corazón romántico. Preconizó una forma de registrar la realidad consecuente con la tragedia que la persigue: obviaba lo intrascendente, remarcando la nobleza de los actos perdurables. No quita que toda esa gente de buena crianza que pueblan sus historias sean, en alguna medida, falsos, crueles, investidos de un clasismo insoportable a veces. Solo las mujeres se yerguen, felices incluso cuando no lo son, portadoras de unos valores que las alejan del patriarcado clásico. Hija de un ministro anglicano graduado en Oxford, los años de aprendizaje de Jane Austen pasaron en la espléndida biblioteca familiar, en la que se acostumbró a la novela gótica y a los clásicos del teatro, pero la novela de la vida estaba en la misma biblioteca, no en sus libros; estaba en las reuniones para el té y en las fiestas del vecindario, atestadas de gente bien, de noviazgos truncados y de adverbios colocados con sabiduría en frases enormes, cargadas de dobles sentidos. En esto estamos, ah amables lectores, cuando entra en escena Arias Cañete y denigra a quien Austen puso en un pequeño altar de relevancia y de inteligencia, siendo tiempo entonces de muchos ariascañetes y de poca paridad. Y no es que Valenciano sea precisamente una Austen. No le llega ni de cerca. Es la británica más honda, de una cultura más mesurada, aunque a la candidata del PSOE no le falto otro tipo de cultura, más de congreso, más de votaciones a altas horas de la madrugada. Y la pregunta sale sola: si Jane Austen estuviese con nosotros (no sé quién podría ser ahora una buena Jane Austen) ¿le daría su confianza en la urna al señor del yogur caducado y las duchas frías? Ay, qué tiempos. Faltan bailes de salón, de verdad. O que el personal se ponga a leer Orgullo y prejuicio, Emma, Persuasión y Sentido y sensibilidad. Igual todos aprendíamos a irnos llevando mejor unos con otros o a ofrecer la suficiente educación como para que lo parezca.