Esta diferencia en el trato a migrantes, según el grado de implicación del Gobierno en la acogida (unos son “irregulares” y otros son “invitados”), desluce innecesariamente lo que, en todos los casos sin distinción, debiera ser el comportamiento habitual ante personas que huyen a nuestro país de las guerras, la pobreza, la desesperación y las persecuciones que les acechan en sus países de origen, obligándolos a lanzarse al mar en busca de auxilio, protección y posibilidades de una vida mejor e infinitamente más digna. Sea por humanitarismo o por exigencia legal, la defensa de los Derechos Humanos que asisten a todos los inmigrantes –insisto: sin distinción- que llegan o traemos a nuestro país debería encabezar la actitud con que los acogemos y tratamos, sin que ello suponga un problema moral, de orden público, de seguridad o de convivencia para nosotros. Y, mucho menos, de temor a un posible “efecto llamada”, como arguyen los líderes nacionalistas populistas y los gobiernos xenófobos que, como el del país transalpino, se niegan a socorrer a unas personas que, enfrentadas a la necesidad imperiosa de sobrevivir, no se detienen por muchas barreras que levantemos ni todo el agua del mar que encuentren en su camino.
Y es que el problema migratorio es mucho más grave y complejo que la anécdota protagonizada por el buque Aquarius. De hecho, durante el fin de semana en que el barco transportaba a Valencia a los rescatados al sur de Italia, intentaban llegar a nuestras costas más de 1.300 inmigrantes (507 en el Estrecho, 152 al sur de Canarias y 631 en el mar de Alborán) en precarios cayucos, pateras y lanchas neumáticas, que les hacían pagar un precio insoportable: 43 personas resultaron desparecidas por caídas al mar debido a la extenuación, la hipotermia y los rigores del viaje, a pesar de los esfuerzos realizados por Salvamento Marítimo para rescatarlos, movilizando barcos y helicópteros, tras conocer los avisos de buques mercantes y ONG que alertaban de la presencia de tales embarcaciones, muchas de ellas a la deriva y semihundidas. Se producía, así, uno de los fines de semana de mayor presión migratoria y más trágicos de los últimos tiempos, con muertes que engrosan la estimación de 244 personas perecidas por ahogamiento, superando el total de 224 fallecidos registrados en 2017 en el intento por alcanzar las costas españolas. En todo el Mediterráneo, la cifra se eleva a cerca de 900 muertos en lo que va de año.
Por ello, necesita Europa una política común de asilo y ayuda al refugiado, más allá de las cuotas vinculantes por países, limitar y regular los flujos internos de asilados entre los Estados miembros sin alterar la libre circulación del espacio Schengen, y unas medidas pactadas de defensa y actuación en sus fronteras contra la inmigración irregular (reforzar el Frontex), para no hacer recaer toda la responsabilidad en los Estados fronterizos que actúan de cordón sanitario frente a los migrantes en la zona meridional (Italia, Grecia, España y Malta), como esas controvertidas propuestas de creación de “plataformas regionales de desembarco” fuera de nuestras fronteras (algo parecido, pero con mayor transparencia, a lo que se acordó con Turquía) para acoger y seleccionar, entre migrantes económicos y perseguidos o refugiados políticos, los que se dirijan a la UE por el Mediterráneo, en colaboración con las agencias de la ONU Acnur (para los refugiados) y OIM (para las migraciones). Y, desde luego, potenciar la cooperación y ayuda al desarrollo con los países de origen de la migración.
Frente a este panorama, la migración y los refugiados que soporta Europa resulta un problema de menor envergadura que, en cualquier caso, por culpa de las políticas populistas de algunos gobiernos comunitarios, pone en tela de juicio nuestros valores éticos y democráticos y hasta el propio proyecto europeo. Como país que fuimos de emigrantes, ahora estamos, afortunadamente, en condiciones de ofrecer ayuda a los que migran a nuestro territorio, que es Europa, desde el respeto a los Derechos Humanos por encima de cualquier otra consideración o circunstancia. Y de hacer del modo de actuación con el Aquarius la norma a seguir hacia todo inmigrante o refugiado y que Europa en su conjunto ha de imitar y asumir. Ese es el reto que hemos de superar para demostrar el grado de civilización alcanzado por nuestra sociedad y no caer en la banalización del mal con que tratamos al otro, extraño o extranjero, sea migrante o refugiado.