La calidad es un valor depreciado en nuestros días. Por desgracia brilla cada vez más por su ausencia y me atrevo a decir que casi estamos asistiendo a su entierro con la proverbial premisa del "todo vale". Ya lo comprobamos día a día con sólo zapear por televisión, asombrándonos de los denigrantes programas que desfilan por delante de nuestros ojos con el único propósito de entretener al espectador, sin aportarle nada más. El campo musical no podía sustraerse a este incesante déficit cualitativo y un ejemplo de ello es, año tras año, el Festival de Eurovisión.
Lo que en sus orígenes representaba un prestigioso Festival musical de la canción donde los países participantes daban a conocer a toda Europa sus temas melódicos interpretados por cantantes más o menos talentosos, se ha convertido, de un tiempo a esta parte (y en la mayoría de los casos) en un completo espectáculo visual de masas, en el peor sentido posible del término. Explosivas cantantes femeninas que exhiben sus virtudes carnales (postizas o no) y puestas en escena surrealistas o ridículas, son modelos de participación que han convertido a Eurovisión en una cita musical anual sustentada en el negocio, el marketing y la imagen, conceptos que en todos los países tienen el mismo significado, independientemente del idioma hablado.
Ya no consigue la victoria la mejor canción participante, sino la que haya tenido el background, el escenario o la coreografía más original y sorprendente, independientemente de la calidad musical. Por supuesto, encontramos excepciones a la regla, como la que en esta misma edición representaba Reino Unido, una bellísima canción con estilo crooner interpretada por un clásico de los 60 y 70: Engelbert Humperdinck, favorecida con 9 míseros e injustos puntos. Pero se conoce la razón: esta estética ya no interesa actualmente. Lo que ocurre siempre: se desprecia lo que suene o es antiguo, ya que representa algo rancio y casposo, de otra época. Y nadie se da cuenta de que el modo de composición pop actual es machaconamente repetitivo y cada vez más simple: el uso de la orquesta, las melodías, los ritmos... Y con las mismas y aburridas letras de las canciones, plagadas de tópicos. No hay nada nuevo, todas las fórmulas musicales están inventadas, y no se hace más que repetir ad eternum un producto que se presenta como nuevo, cool y fashion. Nada más lejos de la realidad.
Y no hablemos del presumible componente político en el proceso de votaciones. El régimen de reparto de votos entre vecinos de escalera tampoco nos trae por sorpresa, es ya un legitimado compadreo bien conocido por todos. El resultado final que otorga la victoria a una canción bastante normalita o pésima en lo musical, mientras otras de mayor enjundia quedan relegadas a los últimos puestos, hace verdaderamente pensar: este año interesaba o le tocaba ganar a tal país. Por cualesquier razón.