Es el hombre un animal vil y degenerado, aborto de la naturaleza, más digno de la soga que del abrazo. Un tal Timón de Atenas, filósofo misántropo, vivía apartado de la sociedad, rechazando la comunicación con todo semejante. Se dice que hizo poner entre los árboles de su huerta muchas horcas para que allí se quitaran la vida los hartos y cansados de vivir. Estuvo justificado su odio, pues no hay bestia más innoble y traicionera que el ser humano, salvo que se lo crea del linaje de Dios y objeto privilegiado de su providencia.
Marco Aurelio, tenido por un hombre sabio, moderado y justo, escribió lo siguiente de sí mismo:
En cincuenta años que he vivido he querido probar todos los vicios y pecados de esta vida, por ver si la malicia de los hombres tiene algunos límites y términos. Y hallo por mi cuenta después de bien considerado y contado todo, que cuanto más como, más muero de hambre; cuanto más bebo, mayor sed tengo; si mucho duermo, más querría dormir; mientras más descanso, más quebrantado me hallo; cuanto más tengo, más deseo; y harto de buscar, menos hallo guardado; y finalmente ninguna cosa alcanzo que no me embarace, harte y luego no la aborrezca y desee otra.
Dedúcese de esto que no hay méritos objetivos en nuestra especie, ni aun en sus más conspicuos individuos, para merecer simpatía o piedad de ninguna clase; o acaso no mayores que los que dispensamos a los cuadrúpedos de cuyo trabajo forzado nos servimos y cuya carne gustamos devorar. Por nuestras obras seremos, en palabras de Inocencio III:
Alimento para el fuego, comida para los gusanos y masa de podredumbre.
Por tanto, todo el favor que pueda concedérsenos viene de Dios, de nuestra semejanza con Él y de su misericordia hacia nosotros.
Spinoza, burlándose del pesimismo de los teólogos, cifraba la moral en que "el hombre es lo más útil para el hombre". Mas tal es sólo cierto para con los hombres ordinarios, que sirven y son servidos, pero no respecto a los que todos están obligados a servir, a saber, los príncipes y máximas potestades. Quien ostenta la suprema magistratura no precisa ser justo, sino hábil y cauto, como supo Maquiavelo. Luego, la moral de los hombres no puede aplicarse por igual a todos ellos por razón de la utilidad, ya que no es en absoluto claro que siempre sea útil obrar honorablemente, si no he de temer consecuencias adversas tras mis actos. La moral debe sancionarse, pues, en virtud de la autoridad; y no por cierto de la humana, que es de la que más debemos defendernos, sino de la divina.