Examen de conciencia ignaciano

Por Alvaromenendez
San Ignacio de Loyola sitúa el ejercicio del examen de conciencia en un lugar destacado, propio de la espiritualidad jesuítica. Su momento es al declinar el día y tiene dos cernes principales: primero y ante todo considerar las gracias recibidas; después la reflexión acerca de las faltas o pecados cometidos. Ambos polos conducen propiamente a la santificación personal por medio del agradecimiento y de la humildad. El siervo de Dios Tomás Morales S.I. (1908-1994), fundador de los Cruzados de Santa María y posteriormente de la rama femenina, Cruzadas de Santa María, ambos reconocidos como institutos seculares, decía lo siguiente acerca del examen de conciencia enseñado por san Ignacio:
«El examen de conciencia es el instrumento oculto del sistema ignaciano, indispensable para mantener el contacto fluido y limpio con Dios. Es también el filtro por el cual se eliminan todos los inconvenientes, que dificultan esa relación. Hacer bien el examen de conciencia cada día, a lo largo del año, supone estar en continuos ejercicios espirituales en la vida diaria».
Bien. ¿Cómo empezar? En primer lugar hemos de tomar nota de algo que se nos suele olvidar: la presencia de Dios. Saber que Él está. Cualquier acto de piedad y cualquier celebración litúrgica tienen como base tanto la iniciativa divina como el Hodie eterno de Dios. Siempre estamos en el 'Hoy' de Dios (cfr. el número 2659 del Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC) y sus paralelos, los números 305, 1165, 2836 y 2837). Este preámbulo (aún no hemos empezado el examen de conciencia) nos sitúa, en el aquí y en el ahora en los cuales nos hallamos para, a partir de ellos, experimentar el amor de Dios. Olvidando toda postura hamartiocentrista y todo cuestionamiento negativo de la verdad del hombre, el auténtico examen de conciencia comienza, precisamente, en lo que le es más propio: experimentar y recibir la redención, ya que «la justificación es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo» (CEC, 1994). En la catequesis hay que recalcar esta sana orientación del examen de conciencia, situándola en su justo término y dejando claro que durante el mismo se ha de olvidar el regodeo morboso que se detiene y enfanga en las vicisitudes ordinarias de la vida así como en simplificaciones ideales y artificiosas. Este es uno de los principales motivos por los cuales muchos no avanzan o arrastran la rémora del atasco mental a la hora de examinar la propia conciencia.

Anima mea in manibus meis semper
Salmo 119 (118), 109

Dicho esto, veamos los cinco puntos del examen de conciencia ignaciano: 1— Dar gracias a Dios por los beneficios recibidos ¿Sorprendidos? Eso es porque lo normal es empezar a darse golpes de pecho mientras se repite uno a sí mismo lo perverso que es y todo eso. Y no es que no haya que saber reconocer la propia iniquidad, pero centrarse en ella en lugar de realizar una acción de gracias supone una hipertrofia insana, propia de aquellos cenizos que siempre se lamentan de lo pecadores que son olvidando que Cristo Jesús ha venido a liberarnos de la esclavitud del pecado. El mejor medio para sentirse pobre y experimentar la auténtica gratitud es, precisamente, el hecho de dar gracias, y no la repetición machacona de fórmulas autoacusatorias. Además, dar gracias a Dios nos hace caminar más ligeros por la vida, sabiendo que los bienes materiales son pasajeros. Libre de todo, el cristiano lo posee todo. 2— Pedir luz y gracia al Señor para reconocer los pecados Como se ve, el examen no es un ejercicio de memoria ni una tarea de autoanálisis psicológico. Consiste en dejarse iluminar por la cercanía de Dios. Por mucho esfuerzo y resolución que pongamos, solamente la luz del Espíritu Santo nos dirá la verdad sobre nosotros mismos. 3— Revisión práctica de nuestros actos Nos hallamos en el ecuador del examen de conciencia y en lo que es su núcleo. El repaso de los actos realizados, repaso hecho bajo la guía de Dios, nos da cuenta de la eficacia de la oración a la hora de formar nuestra conciencia. Mirar los actos en sí mismos significa que no basta con una visión global de lo realizado desde el último examen de conciencia, sino que hemos de centrar nuestra atención a determinada falta o actitud negativa y persistente.

San Ignacio de Loyola (1491-1556)

4— Pedir perdón a Dios por los pecados cometidos Habiendo tomado conciencia de la culpa personal, nos sentiremos movidos por la gracia para pedir perdón con auténtica humildad. Pedir perdón es también un don de Dios, por eso no surge de aquí un sentimiento de tristeza, como aquellos que dicen hundirse o desanimarse cuando ven sus pecados. Al ser un don de Dios, el hecho de reconocer el propio pecado y, por tanto, de pedir perdón por el mismo, nos conduce al dolor por el amor: nos duele haber ofendido a Dios que nos ama y, junto a ello, se nos concede la alegría propia de quien experimenta la misericordia divina. 5— Propósito de enmienda Evidentemente no podía faltar la determinación según la cual en la vida espiritual no avanzar es ya retroceder. Así nos dispondremos con todas las capacidades que nos ha dado Dios para corregir nuestra conducta guiados por la gracia. Para ello vale bien la experiencia de san Pablo: «Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto» (Flp 3, 13-14).