«El examen de conciencia es el instrumento oculto del sistema ignaciano, indispensable para mantener el contacto fluido y limpio con Dios. Es también el filtro por el cual se eliminan todos los inconvenientes, que dificultan esa relación. Hacer bien el examen de conciencia cada día, a lo largo del año, supone estar en continuos ejercicios espirituales en la vida diaria».Bien. ¿Cómo empezar? En primer lugar hemos de tomar nota de algo que se nos suele olvidar: la presencia de Dios. Saber que Él está. Cualquier acto de piedad y cualquier celebración litúrgica tienen como base tanto la iniciativa divina como el Hodie eterno de Dios. Siempre estamos en el 'Hoy' de Dios (cfr. el número 2659 del Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC) y sus paralelos, los números 305, 1165, 2836 y 2837). Este preámbulo (aún no hemos empezado el examen de conciencia) nos sitúa, en el aquí y en el ahora en los cuales nos hallamos para, a partir de ellos, experimentar el amor de Dios. Olvidando toda postura hamartiocentrista y todo cuestionamiento negativo de la verdad del hombre, el auténtico examen de conciencia comienza, precisamente, en lo que le es más propio: experimentar y recibir la redención, ya que «la justificación es la obra más excelente del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús y concedido por el Espíritu Santo» (CEC, 1994). En la catequesis hay que recalcar esta sana orientación del examen de conciencia, situándola en su justo término y dejando claro que durante el mismo se ha de olvidar el regodeo morboso que se detiene y enfanga en las vicisitudes ordinarias de la vida así como en simplificaciones ideales y artificiosas. Este es uno de los principales motivos por los cuales muchos no avanzan o arrastran la rémora del atasco mental a la hora de examinar la propia conciencia.
Anima mea in manibus meis semper
Salmo 119 (118), 109
San Ignacio de Loyola (1491-1556)
4— Pedir perdón a Dios por los pecados cometidos Habiendo tomado conciencia de la culpa personal, nos sentiremos movidos por la gracia para pedir perdón con auténtica humildad. Pedir perdón es también un don de Dios, por eso no surge de aquí un sentimiento de tristeza, como aquellos que dicen hundirse o desanimarse cuando ven sus pecados. Al ser un don de Dios, el hecho de reconocer el propio pecado y, por tanto, de pedir perdón por el mismo, nos conduce al dolor por el amor: nos duele haber ofendido a Dios que nos ama y, junto a ello, se nos concede la alegría propia de quien experimenta la misericordia divina. 5— Propósito de enmienda Evidentemente no podía faltar la determinación según la cual en la vida espiritual no avanzar es ya retroceder. Así nos dispondremos con todas las capacidades que nos ha dado Dios para corregir nuestra conducta guiados por la gracia. Para ello vale bien la experiencia de san Pablo: «Olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto» (Flp 3, 13-14).