La mayoría de mis compañeros habían trabajado duro a lo largo del último curso y no sólo se habían dedicado a las asignaturas de rigor sino que también habían comenzado a estudiar el examen MIR. No es que yo fuese a contracorriente, me apunté a la academia con el resto, pero hasta ahí llegaban las semejanzas. Los demás iban a aquellas clases con todo repasado, revisado y las preguntas del test hechas. Cuando indico que las similitudes se acababan en mi asistencia me refiero exactamente a eso, sin más, en mi caso no había repasos ni tests. Eso sí, evitaba alardear de mi ignorancia y escuchaba las opiniones y las respuestas de los demás sin aspiraciones de protagonismo. Tenía la esperanza de que algo se alojase en mi mente vacía y receptiva.
¡Ah! ¡Es que te dedicaste al curso para terminar bien la carrera! ¡Ejem! Digamos que aún sufro de pesadillas en las que he de presentarme a un examen sin haber estudiado (y hasta sin conocer al profesor). En la Facultad los exámenes se acumulaban en una única semana de stress. Sí que es correcto asumir que en esa semana, y en la anterior, no me despegaba de los apuntes para nada.
En realidad consideraría que me estaba preparando para lo que me esperaba, aunque de una manera algo distinta a la de mis compañeros. Sabía el verano que tenía por delante y mi descanso durante el año escolar era para "tomar fuerzas". Luego, mi falta de costumbre de estudiar todos los días hizo necesario que descansase también un día a la semana, según recomendaban en la Academia. A todo el mundo le pareció bien mi proceder y más de uno me envidiaba por ser capaz de hacerlo sin remordimientos (¡ay! si conociesen mis sueños).
Tanto estudio era agotador. A veces me quedaba dormida sobre el libro. Eran siestas cortas, de apoyar la cabeza y poco más, la incomodidad de la postura no invitaba a prolongarlas. Algunas tardes de sábados, harta de la monotonía, las empleé en hacer test de exámenes previos. Me encerraba y me examinaba. No suena atractivo pero, paradójicamente, resultó motivador. En mi primera tarde apenas aprobé, un aprobado raspón, traído por los pelos, pero aprobado. Me animé, no estaba tan verde como me imaginaba. En el segundo examen subí la friolera de 20 puntos (sobre 250) y en el tercero, y último, mi marca aumentó en otros 20. Con eso ya conseguía un buen puesto. Lo mejor de todo fue que en la prueba definitiva continúe con ese mismo ascenso.
Me presenté al examen convencida de que iba a aprobar, supongo que mi optimismo y mis ensayos me habían proporcionado seguridad. Nos encaminamos a las aulas asignadas y nos repartieron las diferentes versiones del test. Había preguntas imposibles, puestas para desanimar a cualquiera, otras eran sencillas, pero con truco, y te obligaban a comerte la cabeza antes de decantarte por una u otra opción. Por supuesto, cuanto más las pensabas, más posibilidades tenías de equivocarte.
Terminé muy pronto. El examen duraba cinco horas y me sobró más de una y media. Revisé mis respuestas, comprobé la plantilla por si había cometido algún error. ¿Estaban todas? Parecía que sí. Me seguía sobrando una hora. Miré a mi alrededor. Nadie se había levantado aún y, lo que era peor, nadie parecía tener intención de hacerlo. No tenía ganas de pasar allí el rato y sí de escapar. ¡Qué remedio!, me tocó ser la primera valiente.
La suerte estaba echada, sólo quedaba esperar. Los primeros días me sentía rara sin estudiar, le faltaba algo a mi rutina. Me marché de viaje, para desconectar y estar con amigos. Regresé a tiempo de ir a cotejar las respuestas al Ministerio. Me sorprendió descubrir que lo había hecho mucho mejor de lo que me esperaba. Ya sólo me quedaba elegir plaza.