Yo creo que estamos a un paso de colapsar por exceso de realidad. Por todas partes y por todas las horas estamos rodeados de grandes y de minúsculas realidades. Es el tiempo de las cosas, de las muchas cosas, ya sean tangibles o no, pero ejercientes existenciales a golpe de presencia. Las hay en todas partes en número que diría infinito si mi mente llegara allí, pero me temo que mi mente se anquilosa ante el reto de contar lo incontable. Quizás habría que sobrecogerse por la desmesura, pero no mucho menos que por la condición totalitaria que exhiben. La realidad es una dictadura que ganó el poder de una sola vez y para toda la eternidad, pese a que nadie sepa bien qué es eso de la eternidad. A veces hay que preguntarse si la realidad mínima debería caber entre las lindes de la mesita de noche sin desbordarse. Ahí nos cabe lo justo para no tener que recuperarnos nunca de un alejandrino. Pero hasta las ensoñaciones viven en modo costumbrista y, antes de llegar al segundo verso, hay que descongelar el pan, con lo que, no sólo se descompone la rima, sino que aprendes de una vez que la vida no es de tu talla.
Ahora que todo el mundo lanza en medio de la mesa su realidad como el que arroja un as de bastos, no es bueno olvidar que el verbo ser, sólo es una forma mal dicha del parecer, cuya irónica entidad está en duda, incluso por la ciencia. Pero es que hoy cunde el hábito de olvidar lo inolvidable, apelando a lo visible de cuanto nos rodea cuando ya sabemos que cualquier partícula posee, sobre todo, una gran nada en sus entrañas. Por eso, una vocación abolicionista de la realidad puede ser tan esperanzadora como salvífica. La cena es una de las cuatro finalidades del hombre, pero hemos olvidado las otras tres. Así no se puede. Por todas partes etiquetas y nombres que no son otra cosa que absolutismos en zapatillas de paño o, peor aún: porciones de realidad que nos convierten en fragmentistas. Los anaqueles de la conversación están repletos de anecdotarios sin categorías y nadie pregunta el porqué de una galleta de chocolate y hasta resultan deprimentes los optimismos.
Lo cierto es que el peso de la realidad nos impide ver el bosque y tal tipo de ceguera solo produce lo que llamo “preguntas muertas”. Preguntas que se parecen a un tigre angustiado que busca la salida en el interior de una jaula. Es como pretender una fórmula matemática con rima asonante, o bien escribir un soneto a base de ir superponiendo raíces cuadradas. Ejemplos que sugieren la pluralidad de los mundos y que las preguntas a las cosas situadas en un mundo han de pertenecer al mismo para que la respuesta no se salga tampoco por los bordes. Otra cuestión es pensar que todas las cosas pertenecen a la vez a todos los mundos, asunto muy probable.
Hay que trascender la galleta de chocolate, no queda otra. Y salir de la febril “cosabilidad” con la valentía de usar la razón contra uno mismo, es decir; usar la razón contra la razón misma; único viaje posible hacia las “preguntas vivas”. Son esas que planean fuera de la jaula y que comprenden que las cosas solo responden de modo completo a las preguntas que no se le hacen. Porque toda interrogación es parcial mientras no demos con la “pregunta total”. Todo lo que no es completo es fragmento, y todo fragmento adopta una figura que parece precisa, como un recibo de comunidad o un programa de lavadora, un plazo hipotecario, un mando a distancia, un verbo en futuro simple o la órbita de un electrón. Vivimos, entonces, en medio de abundantes precisiones diseminadas como en un campo de minas, sin orden conocido y sin que nadie detenga su siembra. Al parecer, todavía quedan veredas por donde escapar de tanta realidad. Yo tengo una sobre la mesita de noche que, al abrirse, muestra el alejandrino con el que me duermo y del que no quiero olvidarme ni recuperarme. ¡Pero, caramba, qué agobio de realidad a las cinco en punto de la tarde!