El pasado 9 de mayo, El Diario de las Américas, quien se ha encargado de capitalizar la defensa a ultranza de Alexander Alazo, perpetrador del ataque contra la embajada cubana en Washington el pasado 30 de abril, publicó un artículo firmado por un renombrado terrorista, Luis Zúñiga Rey, y titulado “Ataque a Embajada castrista en Washington está dando un mensaje”.
En esencia, el sospechoso artículo tiene como intención desmarcar a las supuestas “organizaciones patrióticas dentro o fuera de Cuba” del ataque contra la sede diplomática, a la par que vender el gastado artilugio de la incapacidad de responsabilidad del agresor alegando una enfermedad sicótica, tal como expresa: “Se trata, simplemente, de un compatriota que sufre psicosis.”
Pero lo más interesante del artículo es que la acción de Alazo y sus disparos “transmiten un importante mensaje que no debe ser ignorado por Miguel Díaz-Canel y su entorno en la cúpula cubana”. Y luego, viene el ataque contra Cuba bajo el argumento de que la conducta sicótica de Alazo es producto del tipo de gobernabilidad existente en Cuba y de una supuesta persecución que padecen los ciudadanos cubanos. De tal manera, Zúñiga trata de convertir a la víctima en culpable bajo un dudoso argumento nada creíble de un síndrome del “perseguido”.
Sin embargo, la aparición en escena de Zúñiga Rey en defensa de Alazo y su vano intento de desviar la atención pública sobre las verdaderas motivaciones del atacante, hacen saltar en mí las alarmas. Zúñiga Rey es un experto reclutador de terroristas para realizar acciones violentas contra Cuba desde hace décadas, lo que expongo en un artículo publicado en el sitio Cubadebate el 17 de marzo de 2004 y que se titula “Luis Zúñiga Rey, el terrorista que yo conocí”. En éste relato:
“Aún lo recuerdo frente a mí aquella noche de noviembre de 1993, cuando me impuso de los tenebrosos planes de la Fundación Nacional Cubano Americana (FNCA), radicada en Miami, para hacer explotar poderosas bombas en el Hotel Nacional de Ciudad de la Habana y en un famoso restaurante de esta ciudad. No había en él ni pena ni preocupación por las consecuencias de la propuesta que me acababa de formular. ¡Hágalo, dijo, y será bien recompensado!
Acepté a cooperar con él en sus funestos planes en mi condición de colaborador secreto de la Seguridad cubana. Esa era mi misión: conocer y contribuir a desarticular los planes terroristas organizados por Zúñiga y sus socios de correrías desde Miami, territorio de los Estados Unidos. Sin embargo, escondiendo mi repulsa en lo más hondo de mí, soporté su presencia y la larga verborrea contra su propio pueblo. No podía entender cómo este camaleón, capaz de presentarse en diversos sitios, como lo hace hoy en Ginebra, para clamar “por su sufrida Cuba”, era capaz de organizar asesinatos y atentados sin el menor pudor.
Zúñiga me dijo entonces, cara a cara, que era necesario ser violento y frío, calculador y despiadado, para derribar a Fidel y a la Revolución. Había que organizar un abastecimiento de armas y explosivos para que mi pretendida célula colocara las bombas en los hoteles y sitios visitados por turistas en la Habana. Me darían además, insistió, ocho cápsulas de fósforo vivo para incendiar también cines y teatros atestados de cubanos inocentes. Aquellas noches de noviembre y diciembre de 1993 no había piedad en él, sólo odio irracional y sed de venganza. Supe, pues, sobre la necesidad de detenerlo en nombre de la cordura y la razón, y eso hice con plena convicción.
No le bastó a Zúñiga sólo eso. Después que desarticulamos sus tenebrosos planes, continuó involucrándome en otros planes no menos dañinos y peligrosos. Había que estudiar la vulnerabilidad de los principales hoteles, termoeléctricas y refinerías cubanas para atentar posteriormente contra ellas. Había también que introducir dinero falso para caotizar a la circulación monetaria; había que golpear a la dañada economía cubana y propiciar con ello la caída del gobierno y el fin de la Revolución.
En muchos planes contra Cuba estuvo comprometido Zúñiga Rey. No fue sólo el contrarrevolucionario involucrado en actos de subversión que lo llevaron a la cárcel en 1970. No fue, exclusivamente, el infiltrado capturado aquel 1 de agosto de 1974, cerca de Boca Ciega, en la Habana, cuando venía cargado de explosivos y armas, junto a otros dos terroristas, a atentar contra su propio pueblo. Fue también el reclutador de otras personas, de manera sistemática, para realizar actos terroristas contra ciudadanos inocentes en Cuba. Eso hizo con un canadiense nombrado Trepanier en 1992. Eso mismo intentó hacer con el cubano Olfiris Pérez Cabrera en 1993, a quien encargó volar el cabaret Tropicana a cambio de 20 000 dólares, y que fue la misma oferta que repetirían conmigo unos meses después. Eso mismo siguió haciendo desde su cargo de director de la FNCA y desde su actual cargo de director ejecutivo del Consejo por la Libertad de Cuba, organización que reúne a lo más intolerante de la mafia miamense.”
Todo este historial delictivo, sin embargo, fue desoído por el gobierno norteamericano que llegó a colocarlo como uno de sus representantes ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, con sede en Ginebra.
Es por ello que sugiero a las autoridades norteamericanas y cubanas que investiguen a este personaje, experto reclutador de terroristas y manipulador consumado. Recuérdese que mientras las bombas explotaban en instalaciones turísticas en La Habana y Varadero en la pasada década de los noventa, actos llevados por personas reclutadas por él o sobre las que tenía conocimiento, fue uno de los encargados de escribir un documento de la FNCA en que aplaudía a aquellos militares cubanos que espontáneamente saboteaban estas instalaciones. Es un auténtico fabricante de farsas.