Cuando desde el Gobierno y los índices macroeconómicos se alardea de una casi milagrosa recuperación económica tras una década de crisis, incluso como argumento para consolidar un control político y social que impida todo cuestionamiento de las reformas neoliberales, parece natural que quienes más perdieron con esa crisis y con las medidas tomadas para combatirla reclamen la devolución de lo que les quitaron y que no dan por perdido. Parece llegado el tiempo de exigir el retorno de las condiciones laborales y la recuperación de los salarios, todo lo cual fue machacado en nombre de una crisis que todos aseguran está superada, menos para los trabajadores, que continúan soportando sus consecuencias. Hasta ahora. Ya los asalariados comienzan a rebelarse contra una situación que debía ser coyuntural y que patronos y gobierno pretenden sea permanente: mantener sueldos de miseria, trabajos precarios y condiciones laborales nefastas para los trabajadores. En definitiva, que se trabaje más que antes pero por menos retribución que nunca. Un timo que con la excusa de la crisis se intenta perpetuar. Y los empobrecidos, trabajadores en activo pero también en el paro, han decidido no soportar más la situación que les humilla y atenta contra su dignidad: han comenzado a exigir lo que les corresponde de la recuperación: condiciones y salarios dignos. Exigen, pues, lo perdido. Y están en su derecho.
Los últimos en no aguantar más han sido los vigilantes de seguridad del aeropuerto del Prat de Barcelona, trabajadores de la empresa de multiservicios Eulen, subcontratista de una empresa pública, Aena, que gestiona los aeropuertos de España. Es la jugada clásica del liberalismo económico: para abaratar un servicio que antes prestaba personal propio, se contrata una empresa privada que lo provea a menor costo. Y ese menor costo se consigue reduciendo plantillas y rebajando salarios. Hasta que ya no se puede más y estalla el conflicto, naturalmente cuando más le “duele” a la empresa, cuando más necesario es su funcionamiento, cuando hay miles de usuarios transitando por aquellas instalaciones, cuando se puede presionar para negociar de verdad. Pero no piden la luna, exigen recuperar el poder adquisitivo perdido en estos años, justamente cuando la recuperación devuelve los beneficios a la empresa y llena el bolsillo de sus administradores. Exigen lo suyo, ni más ni menos. Como cualquier trabajador que anhele trabajar con dignidad.
Y los mismo ha sucedido con los examinadores de Tráfico, hartos de trabajar a destajo y en cada vez peores condiciones. Y los de las ambulancias de Gerona, y los de Renfe, y los profesores interinos, y las camareras de planta de los hoteles, y todos los que faltan por sumarse a exigir lo quitado, lo robado, pero en absoluto dado por perdido en el marco laboral de este país, para escapar de esa pobreza impuesta que, como dice la historiadora María Elvira Roca Barea en su libro Imperiofobia y leyenda negra, condena a “dos generaciones de españoles, al menos, a trabajar más y ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional…” . Los trabajadores españoles comienzan a exigir lo perdido. Ya era hora.