Exigir lo perdido

Publicado el 14 agosto 2017 por Daniel Guerrero Bonet
La conflictividad laboral, la que surge por la necesidad de empoderar las exigencias de los trabajadores frente al desinterés o el rechazo de los empresarios, parece que vuelve a ocupar protagonismo en las relaciones laborales y la atención de los poderes públicos. De hecho, las huelgas aumentaron cerca del 4 por ciento durante el primer semestre de este año, según revela el diario El País. Si ello es así, gran parte de sus objetivos se han visto alcanzados, ya que estas huelgas han servido para dar a conocer la existencia de problemas en el mundo laboral, donde se han producido conflictos en la estiba, los transportes y las comunicaciones, principalmente. Pero el más importante de los logros, recuperar lo perdido en los últimos años, está por conseguirse. Y de eso se trata: de exigir lo perdido por los trabajadores.

Cuando desde el Gobierno y los índices macroeconómicos se alardea de una casi milagrosa recuperación económica tras una década de crisis, incluso como argumento para consolidar un control político y social que impida todo cuestionamiento de las reformas neoliberales, parece natural que quienes más perdieron con esa crisis y con las medidas tomadas para combatirla reclamen la devolución de lo que les quitaron y que no dan por perdido. Parece llegado el tiempo de exigir el retorno de las condiciones laborales y la recuperación de los salarios, todo lo cual fue machacado en nombre de una crisis que todos aseguran está superada, menos para los trabajadores, que continúan soportando sus consecuencias. Hasta ahora. Ya los asalariados comienzan a rebelarse contra una situación que debía ser coyuntural y que patronos y gobierno pretenden sea permanente: mantener sueldos de miseria, trabajos precarios y condiciones laborales nefastas para los trabajadores. En definitiva, que se trabaje más que antes pero por menos retribución que nunca. Un timo que con la excusa de la crisis se intenta perpetuar. Y los empobrecidos, trabajadores en activo pero también en el paro, han decidido no soportar más la situación que les humilla y atenta contra su dignidad: han comenzado a exigir lo que les corresponde de la recuperación: condiciones y salarios dignos. Exigen, pues, lo perdido. Y están en su derecho.
Y lo hacen con los medios que les reconoce la ley: con manifestaciones, paros y huelgas, único modo de obligar a patronos y Gobierno a sentarse a negociar y conseguir acuerdos que satisfagan sus exigencias. O para negarse que su situación empeore aún más, aunque los tachen de privilegiados e insolidarios. Plantillas reducidas al límite, salarios rebajados o congelados por lustros, condiciones laborales que niegan cualquier beneficio a los trabajadores, incluido el de la negociación colectiva, y medidas que suponen un retroceso en las relaciones laborales nunca imaginado tras años de lucha por conquistas y derechos en los que algunos, víctimas de la represión y las balas, pagaron con la vida. Ya era hora de reclamar lo arrancado a los más humildes, a los trabajadores que sostienen con su precariedad los abultados beneficios y las grandes rentabilidades que se endosan los poderosos, los dueños de los conglomerados, los amos de las industrias y los ricos que especulan con el sudor de los que trabajan en tajos y fábricas. Y al Gobierno, que al tiempo que favorece a los poderosos, esquilma con impuestos a los que deja en la estacada, sin apenas recursos y sin ayudas públicas.
Los últimos en no aguantar más han sido los vigilantes de seguridad del aeropuerto del Prat de Barcelona, trabajadores de la empresa de multiservicios Eulen, subcontratista de una empresa pública, Aena, que gestiona los aeropuertos de España. Es la jugada clásica del liberalismo económico: para abaratar un servicio que antes prestaba personal propio, se contrata una empresa privada que lo provea a menor costo. Y ese menor costo se consigue reduciendo plantillas y rebajando salarios. Hasta que ya no se puede más y estalla el conflicto, naturalmente cuando más le “duele” a la empresa, cuando más necesario es su funcionamiento, cuando hay miles de usuarios transitando por aquellas instalaciones, cuando se puede presionar para negociar de verdad. Pero no piden la luna, exigen recuperar el poder adquisitivo perdido en estos años, justamente cuando la recuperación devuelve los beneficios a la empresa y llena el bolsillo de sus administradores. Exigen lo suyo, ni más ni menos. Como cualquier trabajador que anhele trabajar con dignidad.
Como también lo exigieron los trabajadores de los puertos españoles, los estibadores que vieron peligrar sus condiciones laborales por la desidia de un Gobierno que esperó hasta el último momento para abordar las reformas que imponía Bruselas tendentes a liberalizar el sector. Tampoco pedían la luna, sino garantizar lo que tenían, condiciones y salarios, independientemente de los procedimientos de selección y acceso. También ellos se vieron forzados a manifestaciones y huelgas, cuyas consecuencias enseguida fueron esgrimidas en su contra, como si fueran los causantes del problema.
Y los mismo ha sucedido con los examinadores de Tráfico, hartos de trabajar a destajo y en cada vez peores condiciones. Y los de las ambulancias de Gerona, y los de Renfe, y los profesores interinos, y las camareras de planta de los hoteles, y todos los que faltan por sumarse a exigir lo quitado, lo robado, pero en absoluto dado por perdido en el marco laboral de este país, para escapar de esa pobreza impuesta que, como dice la historiadora María Elvira Roca Barea en su libro Imperiofobia y leyenda negra, condena a “dos generaciones de españoles, al menos, a trabajar más y ganar menos que otros europeos para pagar un sobrecoste de financiación cuyas causas carecen de explicación racional…” . Los trabajadores españoles comienzan a exigir lo perdido. Ya era hora.