Por María Eulalia Silva
(Publicado originalmente en diario El Telégrafo, Guayaquil, el 6 de julio de 2014)
Desde la aparición de las más sencillas y antiguas religiones, algunos mortales aseguran haber sido escogidos por los dioses para transmitirnos sus mensajes. Esos intérpretes de los dioses se llamaban pitonisas o profetas.
Ahora hay nuevos dioses llamados extraterrestres y sus elegidos se hacen llamar “contactados”, aunque nunca lograron tener tantos adeptos como sus predecesores, porque en esta época de pensamiento más racional resulta difícil creer cuando la única prueba que se nos ofrece es la palabra del contactado; él nos pide que le creamos porque afirma escuchar voces o haber sido transportado a otro mundo.
Afirman que nuestros visitantes son tan inteligentes que pueden viajar por años para llegar adonde nosotros, pero para jugar a las escondidas y mal, porque muchos aseguran que vieron sus naves o que su tecnología es sideralmente más avanzada que la nuestra, pero nuestros antepasados tenían que dibujarles unas líneas en el desierto de Nazca para que puedan aterrizar.
Tras la Segunda Guerra Mundial algunos de estos ‘contactados’ aseguraban que los visitantes les pidieron que nos adviertan que las bombas atómicas nos podían destruir. Eso fue 5 años después de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki. Ahora nos alertan sobre el calentamiento global, cosa que los científicos descubrieron hace ya 3 décadas.
Los mensajes apocalípticos de los profetas modernos llegan cuando el daño ya está hecho. Si los extraterrestres quieren que se escuche su mensaje, ¿por qué no les dan algo tangible para mostrarnos?: muestras de algún material que no exista en la Tierra, un aparato desconocido o, mejor aún, hacer apariciones masivas para que nadie dude de sus mensajeros.
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