Existencias desfondadas

Por David Porcel
Para mis amigos, ahora reencontrados, del Colegio Doctor Azúa (1984-1992),
El amor es uno de esos fenómenos que nos pone sobre la pista del Misterio. El hecho de que sea tema inagotable para la poesía, la ciencia y la filosofía muestra su carácter inescrutable. Diríamos que nos es dado el conocimiento de que hay un tesoro, pero no el tesoro mismo. Una mirada, un gesto, una palabra, inoportunamente pronunciada, puede despertar de las entrañas, siempre débiles y condenadas, aquella imagen que una vez nos acompañó en los primeros sueños de la infancia. Del amor lo interesante no es tanto lo que se ha dicho sobre él, sino el hecho mismo de que, después de más de dos mil años de esfuerzo intelectual, se siga hablando de él. Esto muestra que funciona de antesala, de frontera de mundos quizá sólo atisbados por algunos.

El amor nos pone ante lo ilimitado. De San Agustín son las palabras “se puede conocer una cosa y no amarla, pero no es posible amar lo que se desconoce.” (De Trinitate, VIII); pero, ¡cuántos son los testimonios que aseguran haber amado lo que nunca llegaron a conocer! El amor trasciende los límites de lo cognoscible porque lo conocido existe en tanto que hay amor. La sentencia debería ser, más bien, que no podemos conocer sino en tanto que amamos y porque amamos. Ignoro si, como advirtiera Shopenhauer, el amor responde al inconsciente y sus ávidos deseos de reproducción. Pero, aun siendo así, me pregunto qué es lo que haría de la Naturaleza, o de la voluntad de vivir -caso de que exista algo así-, una realidad afanosa de seguir queriendo. ¿Por qué la voluntad habría de querer seguir queriendo? ¿Acaso podría hacerlo si no se amara a sí misma? Pero entonces sus deseos de perpetuación ya no servirían para explicar la presencia del amor... Y así sucesivamente, con todas las tentativas de explicar algo que, seguramente, subyace a cualquier intento de explicación:
La generosidad es sin fundamento: ella misma es el fundamento. Se ama porque se ama; no hay por qué (como la rosa de Silesius, que florece porque florece, sin por qué) Está claro que hay motivos, y razones, pero, después de todo, ninguna explicación puede reducir el amor a otra cosa  (Josep Maria Esquirol, La penúltima bondad)