
En contraposición con su estudio, Londres fue el teatro de los sueños que Hoppé recorrió con su cámara escondida bajo una bolsa de papel para retratar a esos personajes anónimos recogidos en la exposición el epígrafe de Tipos londinenses en donde esta vez, el artista recurre a la inmediatez y a la naturalidad en sus instantáneas como meros suspiros de las vidas que pasan delante de su objetivo. Aquí la fuerza de la imagen se diluye en aras de la investigación social acerca de un sinfín de rostros y oficios: taxistas, carteros, empleados de circo, chicas leyendo en un autobús, son flashes que por sí mismos reproducen ese caleidoscopio mágico y cosmopolita que milagrosamente se reproduce pacíficamente en la gran ciudad de Londres, punto de encuentro de todas las razas y clases sociales. Y es en esa línea del horizonte reconvertida en una ínfima línea vertical que todo lo aglutina, es donde se dan cita sus inquietudes y sus personajes.

Aunque quizá el mayor contrapunto entre todas estas magníficas instantáneas, lo observemos en la serie titulada Las bellas, donde Hoppé se detiene en la expresividad y naturalidad del rostro y el cuerpo femenino, que va desde el halo angelical de la futura Reina madre, pasando por la fuerza expresiva del retrato de su hija Tilly Losch hasta esa dejadez casi romántica de los cuerpos desnudos que retrata, donde la sensualidad es más prototípica que erótica, dejando entrever la dulce inocencia de una época que todavía no ha despertado del todo, y que él trata de romper al darle el mismo protagonismo a la mujer en sí misma, ya sea ésta blanca o negra, rica o pobre; despojándola de todo prejuicio racial o de clase, y buscando únicamente la belleza de una mirada, una expresión o un movimiento. Lo que nos lleva a decir sin temor a equivocarnos, que las fotografías de Hoppé son la foto fija más íntima de una época.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.