Voy tomando tus camisas planchadas que quedaron en la silla y una a una las coloco en la percha. ¿Cuántas camisas deben ir en cada percha? Nunca lo supe realmente. Para mí el ideal sería no más de dos, pero si solo coloco dos no me alcanzan las perchas, ni el ropero. Quizás antes sí, pero ahora somos cuatro llenando los roperos. Aliso bien la tela para que caiga sin arrugas y al acercarme siento ese olor a vos que ningún lavado puede sacar. Una mezcla de perfume y café, de andar apurado y dormir poco, de mucha calle y poca casa, una mezcla de cien amigos, mil conocidos y poco de mí. Es gracioso pero cuando veo, siento y huelo tus camisas me doy cuenta de que las extraño. Como se puede extrañar una camisa me pregunto. Y es que nunca lo había pensado, pero las extraño, las extraño aquí conmigo y con vos, verlas sobre vos, sobre tu cuerpo bañado y perfumado para mí. Me toca, en cambio verlas cansadas, opacadas por el trajinar del día y ya sin vida, cuando la noche cae para dejar ver solo tu cansancio. Las veo, también por supuesto, cuando el día comienza y van inmaculadas sobre tu ser recién amanecido, con toda la energía del día que recién comienza, pero entonces las odio… odio tus camisas a esa hora, porque es cuando más bellas se ven y porque sé que no lo hacen por mí, porque las veo apenas minutos y entonces se van, hasta que están tan cansadas que vuelven y caen rendidas, con todo ese olor a calle, solo para decir que necesitan descansar.