Soñaba la sopa de letras y verduras deshidratadas con el día en que llegaría a ser primer plato en una elegante mesa de ocho comensales. Era lo que apuntaba su brillante traje de sobre amarillo, con aquella foto de una vajilla de porcelana rebosante de deliciosa sopa. Así ocupaba las semanas, observando desde el estante del supermercado a los clientes que cruzaban despistados conduciendo sus carros, fantaseando con cuál de ellos la llevaría a su hogar. Al fin un joven cogió descuidadamente el envase que la contenía y la guardó en la oscuridad de su despensa, junto a vulgares paquetes de macarrones, arroz y tomate frito. La sopa seguía concentrada en no perder sus cualidades nutritivas y su sabor casero mejorado. A las pocas noches, el hambriento dueño la escogió, rasgó el papel y la sopa pudo mostrar sus encantos en un bol de plástico. Un gran chorro de agua del grifo y el microondas hicieron el resto. Ahí estaban las letras, al dente, formando caprichosas combinaciones intelectuales junto con las esponjadas partículas de verduras. Dos cucharadas después, acabó rociada por el desagüe del fregadero. Le tocaba el minuto de gloria a una pizza descongelada de atún y bacon. La sopa, lejos de desanimarse, sintió que su destino se cumplía, unida ya al gran mar de desperdicios multicolor que iba encontrando en su viaje vital. Texto: Estela Aguilar Jiménez