Fábula de una gata, un banco y un mural

Publicado el 18 diciembre 2013 por Rafael Alejandro González Escalona @rafauniversidad

por Jorge de Armas

(Para Gustavo Arcos)

1990 no fue 1984, ni siquiera tuvo alma de novela aquel año en el que por vez primera entré en lo que sería mi mater universitas durante el siguiente lustro. Ese año marcó el primero del Período Especial, la Facultad de Artes y Letras exageró su plantilla con muchachos que truncaron sus sueños socialistas soviéticos, extraídos a la carrera de Moscú, Kiev, o cualquier ciudad fría, sin piedad, a mitad de sus anhelos. Ex estudiantes de teatro, de cine, de música, de historia, de arte.

También de esa Unión tan Soviética, hermana, solidaria, cuya amistad hasta 1990 fue “indestructible” llegaron algunos ya no tan muchachos, provenientes de nuestras tropas en Angola. En mi aula cayeron dos, ambos inteligentes y lúcidos, con un camino de dolor recorrido, preparados y avisados, sonrientes y heridos.

Y deportistas, campeones provinciales que pensaron que en las Letras arroparían un futuro, negado desde el primer año, en parte por su poca vocación, en parte por el desdén de un profesorado elitista, ilustrado, masónico y a veces cruel.

1990 fue un año especial, por la comida del Machado, por la promiscuidad de F y 3ra, por los conciertos gratis, por el Festival de Cine, por los túneles populares, por un Festival de Ballet en el que conocimos a Julio Bocca, por la Casa del Té, por las nuevas amistades, por los nuevos compromisos.

Ese año muchos aprendimos a pensar de una manera diferente, desde el Arte, desde la Literatura, se abrió un camino lleno de preguntas, algunas las hicimos, otras jamás han sido respondidas.

Mi Facultad siempre tuvo ese tufillo de rebeldía heredada de los tiempos en que la intelectualidad cubana revolucionaria defendía un proyecto socialista de ideas y no de dogmas.  En el banco del vestíbulo se podía encontrar a Guillermo Rodríguez Rivera y a Wichy Nogueras arreglando el mundo, en sus aulas Graziella Pogolotti, Roberto Fernández Retamar, Daniel Chavarría abrían ojos desde una concepción ilustrada de la vida, pero esos habían sido otros tiempos.

En 1990 el espíritu emancipatorio, contestatario y revolucionario estaba en los estudiantes, en muchachos que arrastraban una experiencia diferente, esos que vinieron de Angola y de la Unión Soviética, en la curiosidad intelectual de los más jóvenes, en el anhelo de un espacio de debate abierto y orgánico. El claustro, ese profesorado que debió abrirnos los ojos estaba reducido a unos pocos bohemios, refugiados en el Departamento de Letras y que perseguíamos para alimentar nuestras ansias, el resto; generalas y doctoras.

Ese año la experiencia de un aula tan multicultural, tan colorida, llena de vivencias tan distintas, propició que la mirada se abriese a preocupaciones desconocidas. El rol social del intelectual, la forma peculiar que tiene el texto de incidir en el pensamiento y el cuestionamiento nació en nosotros.

En 1990 expulsamos a una chica por visitar a María Elena Cruz Varela, y yo no levanté la mano, pero tampoco dije nada para defenderla.  Ese año los estudiantes de derecho pidieron que a los de Letras nos atacasen con los tanques de las FAR.

Ese año, también, censuraron el mural de Gustavo Arcos.

El vestíbulo de mi Facultad, en 1990, tenía tres elementos irrecusables e icónicos: el mítico banco a la derecha de la entrada, la gata Melibea, deambulando a sus anchas por los pisos, ronroneando o arañando, pero muy señorona ella, y el mural de Gustavo.

En ese mural, leímos noticias distintas, convocatorias de concursos, recortes de prensa sobre cultura.  Era una ventana anticensura, con una selección muy fina, balanceada.  Era un lujo bajar las escaleras y leer un artículo de Vargas Llosa, o un recorte de El País sobre una exposición.  También se pegaban palabras al Catálogo, fotos, notas de prensa. En fin, el mural siempre fue punto obligado para nosotros, nuestro periódico de cada día.

En 1990, Senel Paz ganó el Premio Juan Rulfo por el cuento “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” y por supuesto, no más anunciado, Gustavo lo pegó en el mural.  Las colas eran inmensas, de dos en dos nos apiñamos en el mural para leer aquella historia con olor a prohibido, de la que todo el mundo hablaba. Eran tres cuartillas en una letra pequeñísima, a cuatro columnas, de la mitad para abajo del mural, por lo que al leerlo teníamos que inclinarnos, en una especie de reverencia, incómodos pero ansiosos.

Mi turno llegó caída la tarde.  La poca luz del vestíbulo, el tono amarillento de los viejos fluorescentes no alcanzaba para ver con claridad la letra de la historia.  Pero forzando la vista, sin más futuro en aquel momento que las peripecias de David, me fui enamorando de Diego, lo comprendí, lo sufrí, lo reí, y lo lloré.

Ese cuento me devolvió a Lezama, el Maestro que vivió a dos cuadras de mi casa y a quien alguna vez, por niño y por idiota, a través de su ventana, le tiré puñados de chícharos. También me hizo interesarme por mi ciudad, por sus rejas, por su olor.  El cuento estaba ahí, en medio de mi Facultad y su espíritu. Lo que yo estaba respirando desde septiembre y ese cuento eran un todo.

En ese cuento descubrí que Diego fue como mi Facultad, y que ella me enseñó lo mismo que a David: a valorar lo mío, lo cubano, nuestra música, nuestros pintores, nuestros bailarines, nuestras calles y nuestras casas.  Porque ese cuento es un metáfora perfecta de una cubanía que en aquel 1990 era urgente conocer y, de cierta manera, rescatar.

Lo leí rápido, de un tirón, inclinado y a menos de cinco centímetros del papel, ávidamente, sin pausa, como si no hubiera otra posibilidad, como si ese milagro se desvanecería con el punto final.

Y así pasó.

Al otro día, los arrebatadores de sueños desaparecieron el mural. No sé si alguien habló con Gustavo, no sé si de alguna manera alguien se molestó.  Lo cierto es que al otro día no estaban ni Diego, ni David, ni el mural. Sólo el banco y Melibea cabeceando sobre él.

Ya hace 23 años de ese 1990. El cuento de Senel, tres años después se convirtió en una película indispensable para la Historia del Cine cubano.

A veinte años de Fresa y Chocolate, ya lejos de ese mítico vestíbulo, he visto la película y he leído el cuento, y otra vez he llorado. Otra vez me han gritado y descubro que mis ganas de hacer están intactas, como en aquel 1990, en el que no le pude dar las gracias al crítico de cine que hoy es Gustavo Arcos y que de alguna manera, en estas líneas es lo que hago.


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