Vivían en aquel ecosistema (que aunque es palabra moderna, algo pedante y rara, es la más adecuada para referirnos a la flora y fauna del lugar) los más variados animales, desde el pequeño saltamontes hasta el enorme toro salvaje, desde el prolífero conejo hasta la escasa garceta, desde el aguilucho cenizo hasta el buitre real, desde la humilde lombriz de tierra hasta el altivo venado, y todos ellos sin excepción estaban gobernados desde tiempo inmemorial por el tiránico Clan del Lobo, que les imponía férreas normas y terribles castigos y los aterrorizaba con sus frecuentes cacerías. El Clan del Lobo no toleraba más criterio que el suyo, se reservaba las mejores presas y los mejores espacios: los arroyos más caudalosos en verano, los refugios más abrigados en invierno, y las atalayas más altas y prominentes desde las que vigilar a sus súbditos y aullar su supremacía.
El Clan del Lobo se enteró a la mañana siguiente, cuando ya todo estaba hecho, y bajaron del cerro donde tenían sus reales con los belfos amenazantes y las orejas replegadas, listos a dar una lección a los rebeldes; pero en lugar de animales aislados y temerosos, como solía suceder, se encontraron a una compacta falange dispuesta presentar batalla. La refriega fue violenta y, antes de retirarse, el Clan del Lobo dejó profundas marcas en más de uno; pero al final no les quedó más remedio que huir con el rabo entre las piernas y dejar el campo libre a la nueva era.
Los animales se sentían felices y celebraron por todo lo alto tan señalado acontecimiento. Habían decidido, además, para no caer en la dinámica del pasado, que al cabo de varias lunas, cuando los ánimos y las ideas se fueran agotando, la pareja elegida pondría su cargo a disposición del respetable, para renovarse y que otros aportaran también sus talentos.
La ardilla pronto se reveló como una excelente gobernante, velando sobre todo por los derechos de los más débiles. Pero el caso fue que al poco tiempo de la elección, los acontecimientos empezaron a torcerse porque la ardilla apareció muerta en un alejado rincón, bajo la agradecida sombra de un alcornoque. Nunca se llegó a esclarecer aquella muerte, cuya versión oficial fue: hipertensión producida por un exceso de responsabilidad, ya que las ardillas, como bien sabemos todos, son animales de vida corta y ajetreada, propensos a los sustos y a las anginas de pecho. Sin embargo, algunos suspicaces lograron ver el cuerpo de la ardilla, que presentaba numerosas incisiones cortopunzantes en tronco, cabeza y extremidades. Pensaron mal del jabalí, pero no se atrevieron a decir nada porque sus colmillos grandes y retorcidos les inspiraban temor.
Pero el tiempo pasaba y el jabalí le fue encontrando gustillo a eso de ser presidente de los animales, al sillón de piedra que le habían preparado justo debajo de dos enormes encinas, tan altas ellas que sus copas se tocaban formando como una cúpula, a las taimadas alabanzas que su consejero particular, maese raposo, le susurraba al oído, a las cestas repletas de grandes bellotas dulces y sanas que algunos animales se preocupaban en regalarle (para que ya no tuviera que esforzarse él en recogerlas), a los pequeños favores (y no tan pequeños) que muchos le pedían y que él graciosamente concedía. Se fue acostumbrando jabalí a que lo llamaran Jabalí con jota mayúscula, para distinguirlo del resto de los animales; a que los demás, que hasta entonces no se lo habían tomado demasiado en serio por aquello de que, aunque de refilón, no dejaba de ser pariente del hermano cochino, le mostraran respeto y lo saludaran efusivamente cuando se lo cruzaban en las soleadas avenidas de la dehesa; a recibir un pequeño tributo en especias por las preocupaciones derivadas de su cargo; a frecuentar la compañía de quienes más halagaban su oído; a poner mala cara a quienes le llevaban la contraria u opinaban diferente; a favorecer a sus más allegados y a distinguirlos entre los demás animales del bosque; a hacer la vista gorda cuando maese raposo, el del jopo peludo, repartía mordiscos entre la concurrencia.
En resumidas cuentas, que pasaban lunas y más lunas, gavillas enteras de lunas pasaron, y se fue acostumbrando nuestro señor Jabalí a vivir, y nunca mejor dicho, a cuerpo de rey. Se sentía más ancho que pancho, gobernando aquel bosque con su criterio, y no se decidía a dejar el cargo a otro más joven, enfadándose incluso cuando el tema se mencionaba. A más de uno tuvo que enseñarle los colmillos, cada vez más amarillos y retorcidos, para ponerlo en su sitio.
Algunos animales empezaron a pensar si no se habrían equivocado de animal y en lugar de un jabalí se les había colado un lobo disfrazado de jabalí. Sin embargo, no se aventuraron a hacer nada porque aún recordaban la violenta batalla con los lobos y la muerte de la ardilla, ni siquiera lo comentaron entre ellos porque un clima de desconfianza se había ido instalando en la dehesa, nadie se fiaba de nadie ni, por supuesto, se atrevía a hablar mal del Jabalí por temor a que algún tiralevitas lo delatase.
Y así están las cosas como están. El Jabalí lleva décadas gobernando en la dehesa, dispensando favores entre sus súbditos y dando y quitando cargos a sus colaboradores y palmeros, que se atribulan en un sinvivir por agradarlo. De la ardilla ya nadie se acuerda; la doma adquirida en los tiempos del Clan del Lobo no había tenido tiempo a desaparecer del todo; y los animales se acomodaron a la tiranía del Jabalí. Total, suele pregonar el zorro, si nos gobernase otro animal vaya usted a saber cómo nos iría.
Qué razón tiene, piensan quienes lo escuchan, porque “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”.