¡Y hoy vuelvo para reinterpretar otro género clásico injustamente perdido y olvidado!: la fábula.
Indudablemente este género tiene su origen más famoso en la antigua Grecia con el célebre Esopo; pero se desarrolla tremendamente, con múltiples y prestigiosos autores, siglos más tarde, uno de los más populares, el francés La Fontaine… por eso resulta tan asombroso que se haya perdido de esta manera, y no será por falta de gran tradición propia española, la cual ha calado profundamente en la cultura popular, aún hoy se conocen y mencionan las fábulas tanto de Iriarte como de Samaniego (de hecho, ser consciente de esto, me ha llevado a reflexionar sobre hasta que punto dominar un idioma no es conocer una cultura e integrarse en ella, ya que, por mucho tiempo que se pase en otro país, siempre se es un extranjero, puesto que hay cosas que van inevitablemente con el vivir, crecer y educarse toda una vida en un sitio determinado… así, cualquier español conoce la fábula de la lechera, y fácilmente podría mencionarla, elaborar una paráfrasis, una expresión o frase hecha, e incluso una metáfora con ella que todos entenderían… menos los extranjeros -porque la escribió el hispánico Iriarte-).
Quizás, el motivo de la extinción de la fábula tenga que ver con que, llegó un momento en que la intención moralizante se excedió tanto que lo transformó en un género literario cursi y desfasado… aunque lo cierto es que, como ya digo, la fábula es un tipo de narración con mucha historia y muchos cambios: así, en la época de Esopo eran más bien chistes, historias divertidas (es sólo más tarde cuando a sus narraciones se les añaden las coletillas aleccionadoras, a veces bastante forzadas), y como tal, así se citan incluso en obras teatrales de la época. Ya en el siglo de las luces, aunque a veces con un toque más moralista, también tenían bastante de picante para satisfacer a unos cortesanos ansiosos de gracia e ingenio; y no será hasta el siglo XIX cuando realmente se instaure la versión más cercana al estereotipo que hoy tenemos: el del género mojigato, rígido, remilgado e instructivo.
Tantos cambios y variaciones históricas, me han permitido, tener más facilidad para rescatar a este género perdido en el pasado, y, al igual que he hecho con los cuentos de hadas, traerlo al hoy día y darle mi toque personal; es decir, como hago siempre: respetando la esencia del género pero sin perder de vista mi propia originalidad.
En este caso, en lo que más me he extralimitado en lo que respecta a las características habituales del género, es en la falta de brevedad (las fábulas, muy a menudo suelen ser relatos cortísimos, lo que hoy llamaríamos un microrrelato, a veces de pocas líneas), pero ello también hace que la narración gane en profundidad y que las moralejas que se puedan sacar sean varias y no sólo una, aumentando el campo de visión de la ficción y dándole una complejidad mayor que previa e historicamente no por necesidad tenía. He mantenido, y mantendré (o lo haré casi siempre), que la principalidad en los personajes la ostenten seres no humanos (aunque es un tópico el que todas las fábulas sean protagonizadas por animales). También he conservado el concepto de la necesidad de una moraleja, pero como me desagradaba profundamente la idea de un relato moralizador y de adoctrinamiento, he preferido que hubiera más de una, y que estas aparecieran de una manera no demasiado obvia, para que, de algún modo, debieran ser extraídas, indagadas, deducidas por el lector a su gusto, y no le fueran impuestas (de hecho, me encantaría que cada persona sacase más de una cosa diferente). Respecto a la forma lingüística, dado que a lo largo de la historia se han escrito fábulas tanto en prosa como en verso, y aunque yo me siento más cómodo con la primera, las escritas del segundo modo suelen ser las más famosas, por lo que he decido usar ambas; así, habitualmente, la narración como tal estará redactada en prosa, pero la moraleja (dejada, como es costumbre, a modo de aclaración final) irá en verso.
Por lo demás, la fábula que he escrito está plagada de homenajes a sus precedentes, con múltiples citas o referencias que podéis entreteneros en hallar (¡quién crea detectarlas, que lo escriba en un comentario!).
Asimismo, como casi todas mis creaciones, esta narración puede ser interpretada de múltiples maneras, y ser vista como metáfora de muchas cuestiones diversas; siempre quiero que sea así (buscando incluso la ambigüedad), pues considero que de ese modo puede tocar y llegar a más gente.
VIDA DE QUIMERA
Una vez, hubo un hombre tan bueno y tan moral, que fue incapaz de seguir viviendo con el resto de los de su especie (so pena de perjudicarse a sí mismo o a ellos debido a su incólume rectitud); así que, para evitar más daño y dolor por ambas partes, decidió alejarse de todos y llevar una vida eremítica.
Después de buscar, y sufrir por ello, durante muchísimos años, por fin encontró el lugar más alejado de todo en el mundo: el más terrible, oculto, pestilente e infecto de los pantanos. Tal ciénaga, como está dicho, era espantosa, incluso inhabitable; pero él se dijo a sí mismo: «la belleza no existe en las cosas de por sí, es el alma bella la que las hace o convierte en hermosas»; así, tranquilizado con este pensamiento, y convencido del hecho de que en ese lugar no podría molestar a nadie, ni ser disturbado a su vez, allí se decidió a establecer su hogar definitivo y permanente.
Tiempo, constancia y costumbre hicieron de su fantasioso empeño una perceptible realidad; y aunque nunca llegó a construir un Versalles como Luis XIV, también es cierto que, al contrario que el Rey Sol, pasó muchos años felices y en paz; hasta que un día, en una especie de patio que había edificado en su casa, una roca, que había sido incapaz de mover o destruir para completar la obra, rindiéndose finalmente, y optando por ver el lado positivo, pensando que «le da un valor estético además de diferente» a la construcción, estando como estaba en el centro de esta, y lo peculiar que era… empezó a resquebrajarse.
«No puede ser: mil veces intenté pulverizarla y nada conseguí, sin duda son impresiones mías, mi imaginación que se aburre y quiere hallar un nuevo pasatiempo» pensó el hombre. Pero no eran figuraciones suyas, pues cada día, la piedra se erosionaba más, cambiando incluso de colores y aspecto, «así es más bonita» pensó el varón «y además entretenida». Finalmente, un día se quebró del todo.
¿Desde cuando las rocas se rompen espontáneamente? preguntaréis con inteligencia, y ciertamente no sucede, porque aquella cosa no era realmente un pedrusco, sino un huevo. Pero eso el hombre no lo supo hasta que se aproximó, y halló, en el interior de la supuesta piedra, una cría apenas nacida.
Era un monstruo, en el sentido literal y figurado de la palabra; bien la describieron Homero en su «Ilíada»: «de linaje divino, no de hombres» o Hesíodo en la «Teogonía»: «Tres eran sus cabezas: una de león de encendidos ojos, otra de cabra y la tercera de serpiente, de violento dragón. León por delante, dragon por detrás y cabra en medio, resoplaba una terrible y ardiente llama de fuego”… en definitiva: era una quimera.
Después de no haber sufrido apenas debates morales en años, al estar alejado de la sociedad, que el propio Platón definió como la auténtica corrompedora del alma buena, en origen, de los hombres; el humano se enfrentó a un terrible dilema ante tal hallazgo: ¿qué hacer con aquel ser?, porque, de dónde venía, cómo había acabado allí, y la teoría de que la original quimera mitológica, que el héroe Belerofontes, a lomos de Pegaso, había matado atravesándola con una lanza de punta de plomo (que se fundió en su garganta al intentar defenderse), bien pudo haberse arrastrado a morir a aquel aislado lugar, donde se hallaban ahora, quizás consciente de que estaba encinta (y tal vez por eso comía por dos, de ahí el terror que había provocado en Asia menor, motivo del ataque del griego) para asegurarse de que su descendencia nacía en un lugar seguro (¿y quién conoce cómo es y cuánto dura el tiempo de gestación de un huevo de quimera? lustros, décadas, siglos, milenios… ¿cómo saberlo?, ¡hasta ahora, que se sepa, sólo había habido una!)… eran dudas que en nada ayudaban a resolver el problema ético que se le planteaba.
Obviamente era un monstruo, un ser maligno y destructor, conocía de sobra el mito… ¿pero entonces, por el bien de la humanidad y de todos los seres del planeta debía matarlo?, y si lo hacía, ¿sería un héroe… o más bien un asesino? y de ser esto último, lo sería de la más vil especie, pues tenía ante sí una indefensa criatura neonata… y esto precisamente, lo enfrentaba con otra parte de su moral: ¿no era malo en sí mismo prejuzgar a nadie sin conocerlo realmente?, ¿cómo podía decidir que aquel ser era malo sin haberle dado siquiera la más mínima oportunidad de demostrar lo contrario?, para colmo, estaba recién nacido, y ello lo encaraba directamente con otra de sus más profundas creencias: la de que la educación y la cultura pueden salvar a cualquiera. Cualquiera. O cómo decía Platón, «la ignorancia conduce a la maldad». Sin embargo, si dejaba crecer a aquella criatura, se transformaba en el monstruo que estaba inevitablemente destinado a ser, y acababa matando a miles de seres, causando sólo destrucción y una auténtica hecatombe… ¿no sería él el primer culpable de todo ello?, ¿cómo podría entonces volver a mirarse a sí mismo, estar a la altura, de su espejo de perfección moral sin tacha?… esas, y no otras, eran las preguntas que se hacía aquel hombre, y creedme cuando os digo que son mucho más difíciles e importantes de resolver que las comentadas en el párrafo anterior. Aunque, tal vez alguno de vosotros quiera tratar de ponerse en el lugar del eremita, e imaginar como habríais resuelto tales cuestiones.
Por suerte o por desgracia, el ermitaño creía en la bondad como valor máximo (olvidando, cruel e irónicamente, que había sido ese mismo sentido de la benignidad lo que le había obligado a autoexiliarse), así que, finalmente, se decidió a acoger y criar a la quimera, dando por terminados sus años de soledad… y al fin y al cabo, en un lugar tan aislado como aquel, por mal que saliera la cosa, ¿qué daño podía hacer?.
Aún sin conocer muy bien lo que tenía entre manos, qué saldría de ello y qué se podía esperar (aunque, ¿cuándo se sabe eso realmente?), la acogió como a una nueva familiar, sin saber, no obstante, en calidad de qué exactamente; pero estaba dispuesto a darle todas las oportunidades y el tratamiento que mejor aceptase. Y fue esa actitud la que le demostró, con el tiempo, que no estaba ante una mascota, un animal irracional que hubiera necesidad de domar para una convivencia básica, sino que era un ser increíblemente dotado e inteligente: en apenas unos pocos meses, hablaba perfectamente, había aprendido las costumbres más civilizadas… en definitiva, se instruía más rápido, mejor que cualquier humano, y con la mitad de edad, ya sabía el doble que cualquier persona de los mismos años (lo cual hizo que su tutor se preguntara, si no sería que la quimera original sólo era, o la consideraban, un ser monstruoso porque nadie se había ocupado de instruirla).
Por supuesto, como era lo más conveniente, el hombre comenzó centrándose en enseñarle moral, ética, a diferenciar entre el mal o el bien, además de a elegir siempre, y en todo caso, este último; mas como la curiosidad de la criatura no tenía límites (alimentada, también, claro está, por su buen profesor) fueron muchísimo más lejos de eso, tanto más… sin embargo, al final, fue inevitable que pasara lo que era de esperar: la alumna igualó al maestro; y entonces, a pesar del cierto toque de relación paternofilial que insoslayablemente mantendrían; iniciarían una relación de igualdad, de compartir conocimientos, inquietudes, aficiones y vida en común (aunque respetando sus espacios)… en definitiva, de la más perfecta amistad: se habían hallado el uno al otro, se encontraban bien, cómodos juntos, y nada podía ser mejor.
Esa situación duró varios gratos años para ambos, pero un día, por sorpresa, todo se derrumbó cuando la quimera anunció que quería marcharse: «quiero ver el mundo real; conocer pueblos y ciudades; realizarme; convivir con los humanos y el resto de seres que habitan sobre la Tierra; soñar, y como ellos, intentar conseguir aquello que he deseado… tanto aprender sobre todo ello, me ha llevado, lógicamente, a querer experimentarlo por mí misma y a que este lugar me parezca pequeño».
Horrorizado, el hombre se opuso radicalmente al deseo del monstruo, y aunque este bien podría haberse marchado sin mayor problema, no quería hacer daño, moralmente, a su benefactor, y el único ser que le había querido y al que había correspondido con el mismo sincero afecto… pero no se rindió, y se dispuso a insistir hasta conseguir la bendición de su protector. Sin embargo, a partir de ahí, la relación, en su doble filo, se envenenó irreversiblemente, y la honestidad que la había presidido hasta el momento, fue sustituida por una permanente doble intención, trampas e hipocresía: así, la quimera fingía haber abandonado su proyecto de partida, pero a la vez insinuaba lo infeliz que era de no conocer más mundo del que veía, además de aprovechar para sucumbir a la melancolía, aburrimiento y frustración a cada oportunidad. Por su parte, el hombre, tratando de poner parches a la delicada situación, e intentando evitar lo inevitable del enfrentamiento, fingía apoyar tal propósito de partida levemente, aunque a la vez ponía todo tipo de inconvenientes, contratiempos, obstáculos, que impendían que, en ese momento concreto, la criatura pudiera marcharse («hay que retechar la casa y difícilmente conseguiré hacerlo solo», «ha habido mala cosecha y tendré problemas para sobrevivir sin tu habilidad para la caza», «cuando te vayas, a duras penas soportaré el no poder hablar con alguien»… aunque la realidad es que ya había hecho todas esas cosas sin mayor problema antes de la llegada de la quimera); así que planteaba todo tipo de aplazamientos, a no muy largo tiempo, pero que siempre eran renovados del modo más creativo.
Por supuesto, tan ridícula situación no podía sostenerse mucho tiempo, y la quimera comenzó a contestar a las objeciones del hombre, recordándole que él no haría nada que no hubiese hecho antes de encontrarla; y además, lo más importante, que no hubiese elegido hacer, si no, era muy libre de acompañarla; pero sola o con él, ella deseaba ir más allá de aquel lugar. Entonces, el hombre cambió su táctica, y esta terminó de ahogar la relación: comenzó a recordarle, sutil, delicada pero cruel e implacablemente, el hecho de sus diferencias con el resto de los seres de la Tierra en todos los aspectos, por su carácter único y diferente (en el mal sentido), y lo difícil, por no decir imposible, de su integración con el resto de las criaturas… todo esto lo hacía a modo de breves comentarios, que dejaba caer de modo aparentemente distraído, pero que se abatían como arpones sobre la quimera, con el claro objetivo de minar definitivamente su voluntad. Pero no era eso lo que estaba socavando, sino la estima de la criatura, que, decepcionada y triste, le parecía comprobar como aquel a quién tanto había querido no confiaba en ella (en ningún aspecto), y por tanto, obviamente, no la correspondía en su afecto.
Un día, finalmente, tuvieron una fuerte discusión, y la quimera anunció que se marchaba inmediatamente. Entonces, el hombre, en un postrer intento (que había reservado como último y desesperado recurso) por detenerla, le dijo: «de acuerdo, si quieres marcharte, hazlo. Pero antes quiero darte mi última enseñanza; después, nada tendré en qué instruirte y serás libre para hacer lo que quieras», la quimera aceptó, y el hombre la condujo al interior de la casa; allí, de un lugar que hasta aquel momento el humano había mantenido oculto, él extrajo un documento y se lo mostró a la criatura: era la historia de Belerofontes.
La quimera se quedó horrorizada al leer tan espantoso relato, era la confirmación de todos sus temores, y le dijo al hombre: «¿o sea que así es como me ves?, mejor dicho, como siempre me has visto: como un monstruo, como un peligro del que tienes que proteger y aislar al planeta. Ahora lo entiendo: para ti nunca seré lo suficientemente buena ni apta para convivir en el mundo real porque jamás verás otra cosa que un engendro destructivo y malvado. No sé si agradecerte o censurarte esta última y despiadada lección: me voy (sí, porque me marcho para siempre, de eso puedes estar seguro), con el corazón destrozado, pero a la vez lleno de esperanza por saber que hay mucho más que esto. Gracias por enseñarme eso también».
La criatura se fue. El humano se quedó solo de nuevo, y, poco a poco, recuperó su vida de antes, dejando sabiamente, que el tiempo curara las heridas de la ausencia y el malestar de aquella amarga resolución.
Pasado un tiempo, la quimera volvió; completamente derrotada, devastada y destrozada; herida mortalmente, no en su físico, pero sí en su alma. El hombre la acogió de nuevo, como si nada hubiese sucedido, como si simplemente hubiese salido a pasear o a nadar hacía un rato, y no llevase una larga temporada fuera; sin decirle ni recriminarle cosa alguna; de hecho, durante días, simplemente no hablaron, ella no decía nada, y él respetó su silencio (o la necesidad de él). Un día, la criatura, al fin, acabó con el mutismo:
-Tenías razón. No podía vivir con el resto del mundo. Soy un ser desalmado que, lógicamente, tratabas de ocultar y apartar del resto. Fui muy inocente creyendo que no era malvada, que tenía algo que aportar, que verían algo bueno en mí. Pero si todos lo dicen, debe ser verdad: soy un monstruo. La gran mayoría me consideró, apenas me vieron, un peligro, de modo que, legítimamente me atacaban, para protegerse a sí mismos y a los suyos; además, apenas se corría la voz sobre mi existencia, debía huir, porque ya todo el mundo me aborrecía por lo que había oído sobre mí…. Los pocos que no me agredieron, me explotaban, seguramente porque no veían nada positivo en mí que les moviera al afecto o a la compasión, en estos casos, al final, a pesar de toda mi buena voluntad y esfuerzo, siempre acababa descubriendo que sólo me utilizaban, y que en realidad despreciaban la aberración repugnante que soy. Estaban en lo cierto. Estabas en lo cierto. Hiciste muy bien protegiéndoles de mí….
Entonces, por primera vez en muchos años (además de las pocas veces en su vida), el hombre perdió la calma, e interrumpió el discurso de la quimera airado:
-¿De verdad crees que intentaba proteger a los demás de ti?, qué me importan ellos, quién les conoce, ¡a quién intentaba proteger era a ti de ellos!. Lo que me cuentas no me sorprende: disparan al oso, y cuando se defiende, gritan que es una amenaza. Tú no eres la culpable de nada. Mi educación ha sido equivocada: en este lugar te enseñé que la bondad era algo positivo y maravilloso, pero no que fuera de aquí podía resultar ridícula y estúpida. Bien me podrías recriminar, y no lo has hecho, que no te he dado las herramientas para triunfar en un mundo malvado, pero es que yo tampoco las tenía, por eso acabé en este lugar. Sin embargo, he fracasado al intentar salvaguardarte, y quizás me equivoqué pensando que podía conseguirlo. En cualquier caso, ahora es demasiado tarde: quería guarecerte en una feliz ignorancia, pero el conocimiento te ha dado libertad, y con ello, independencia, responsabilidad y una vida propia. Ya nunca podrás volver atrás.
Moraleja
Quien mantiene una quimera,
difícilmente vive la vida fiera;
en muchas ocasiones una intención,
tarda en revelar su real significación:
no los por monstruos estimados,
necesariamente son malvados;
ni siempre son buenos,
los así considerados.