Fábulas del deterioro

Publicado el 15 marzo 2010 por 500ejemplares

Alberto Barrera Tyszka (1960) es uno de los narradores venezolanos mejor conocidos y, sin duda, una de las voces más independientes de las nuevas promociones de escritores del mundo hispánico. La concesión del Premio Herralde a su novela La enfermedad (2006) llamó la atención hacia su obra, que contaba con una novela previa, publicada en México, También el corazón es un descuido (2001), y volúmenes de poemas y microcuentos aparecidos en su país natal. La colección de relatos Crímenes (Barcelona: Anagrama, 2009) confirma no solo que su productividad se consolida, sino que una parte esencial de su labor gira en torno al conflictivo imaginario de lo nacional tal como surge en la Latinoamérica actual. Las de Barrera constituyen auténticas fábulas del deterioro en que historia colectiva e historia personal se vinculan en un contexto perturbador, abyecto.

También el corazón es un descuido refería las desventuras de un psicópata venezolano a quien procesan en los Estados Unidos por descuartizar a una mujer y las de su compatriota periodista, tan perturbado por el caso que se hace pasar por su hermano. La enfermedad se detiene en el desasosiego de un médico caraqueño que no sabe cómo anunciarle a su padre un cáncer fatal. Ambas anécdotas insinúan enseguida sus roces con la alegoría política: la primera, por menciones explícitas a la “República Bolivariana” de donde salen los dos protagonistas hermanados por sus respectivas formas de locura ‑no se olvide que en 1998 Hugo Chávez había llegado al poder gracias a una abrumadora mayoría de votos, y que al menos la mitad de ellos provenía de sectores que pronto se opondrían a él‑; la segunda anécdota, por sus menos solapadas correspondencias entre patologías privadas y públicas, es decir, las complejas relaciones con el padre y con la patria –nociones que vertebran el discurso del chavismo, empeñado en recuperar un gran padre heroico fundador de la nacionalidad. Por fortuna, los dobleces irónicos de Barrera siempre esquivan la cristalización de las unidades dispersas de sus alegorías en sermones monolíticos, sobre todo por el recurso al Camp y sus reapropiaciones de los tics de la cultura de masas. Sin diferir en lo esencial de las que se observan en sus novelas, en Crímenes las tácticas del autor alcanzan aun mayor efectividad y nos colocan de lleno en una reflexión sobre la nación que cuestiona las apolíneas visiones del origen.

La sordidez es ahora la clave, en particular por las puertas que abre a una realidad objetiva o subjetivamente degradada. Como lo adelanta el título, el motivo que cohesiona el libro es el delito, pero prevalece siempre el más grave, incluso el abominable: un venezolano en México traiciona a su mejor amigo seduciéndole a la mujer, robándole a través de ella todo su dinero y enseguida degollándola y enviándole por correo la cabeza; un desaparecido en tiroteos entre opositores y Gobierno se erige en símbolo de ambos bandos antes que lo localicen en las barriadas de Caracas como enajenado mental e indigente; un antiguo guerrillero regresa para contarle al hijo abandonado los asesinatos en los que ha estado implicado y éste repite en el aquí y ahora las acciones del padre. Los cuentos de violencia más visceral, pese a lo anterior, deparan tramas indeterminadas, donde resulta sutil la transición entre lo real y lo alucinatorio: un hombre abandonado por la esposa tiene que lidiar con una mano cercenada que encuentra a la salida de un bar; otro personaje, acosado por la inseguridad económica, desarrolla una fijación con las mascotas de vecinos y desconocidos, a tal punto que las convierte en objeto de gula; una pareja sin hijos se siente amenazada por manchas de sangre que se materializan en el apartamento.

La violencia agazapada en cada una de esas historias cede a la que se plasma en el lenguaje del narrador. En escasas ocasiones la dicción de Barrera había conseguido hacerse de una tensión expresionista tan extrema, que compite en la memoria del lector con los argumentos mismos: la lubricidad genera la sensación en un personaje de tener “piedras de hielo en los testículos”; en otro, la incapacidad de confesar sus vergüenzas suscita la de sentir que la boca se le “llena de piedras”; y, a otro más, la cólera le hace creer que en su garganta habitan “pequeños animales crudos”. Un cáncer en el glande da pie a una excursión en pesadillas somáticas:

Tiene el tamaño de una pelota de béisbol. Todas las mañanas amanece llena de pus y de gusanos. Es una grasa blanca, asquerosa. Le echamos anís para limpiarlo. Pero arde. El tipo siente que se quema. Dicen que es un violador, que estuvo en la cárcel, que por eso se enfermó. Quién sabe. Pero nadie lo visita.


Precisamente, cuando el horror de la materia abyecta conduce a orbes menos tangibles como los de la soledad, se perfila otro componente fundamental de la experiencia humana, el de la identificación con el prójimo mediante categorías como la de nación. Pero de ésta, ni más ni menos, parecen nacer las angustias: “Y yo sin entender nada, sin saber si quedarme o huir, sin saber en qué país vivo”. El narrador de otro relato, que pierde su empleo y fabrica cuentos sobre una supuesta estabilidad profesional, percibe en el estado de la nación la fuente de la unánime degradación del entorno: “Ya sabes, con la situación como está. En esta mierda de país que nos tocó vivir”.

No abundan los autores que se atrevan a abordar con tanta valentía asuntos que las modas intelectuales no favorecen; la tendencia dominante es hoy la de creer que la nación como punto de referencia entre creadores ha retrocedido ante el avance de un capitalismo mundializado. Barrera no solo no esquiva el tema, sino que lo explora con honradez expresiva, acaso porque el desaliento, el crimen y el asco son las contraseñas con que el nuevo milenio recibe a los escritores que aún sienten el peso de lo real como un íntimo compromiso de su oficio.

Miguel Gomes


Ilustración: “El triunfo de la muerte”, Pieter Brueghel el Joven