Factual: Desahucios

Publicado el 30 mayo 2013 por Fimin

30 de Mayo del 2013 | etiquetas: Factual, Manel Carrasco

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La crisis es un monstruo de muchas cabezas. En cada una, un rostro: el paro, los recortes, la subida de las tasas y los impuestos, la desaparición de la clase media, la emigración, los desahucios, los desahucios, los desahucios… Pocas escenas podemos imaginar más contundentes, más elocuentes y sangrantes que la de la fuerza combinada de policías y funcionarios sacando de sus casas a los que no pueden pagarlas. Vivimos en un país que durante años ha perdido el nervio de la movilización, de la indignación ciudadana ante cualquier cosa que no fuera un estallido de realidad, violento y puntual, capaz de sacarnos a la calle.

Pero la crisis se ha cocinado a fuego lento, y los desahucios han encontrado su sitio en los medios de comunicación de manera paulatina, poco a poco, como quien no quiere la cosa. Hasta que unas personas se hartan y se arrojan al vacío. Hasta que otras personas se hartan de ver arrojados y dicen que no puede ser, que hay que hacer algo. Como dice el tópico, ríos de tinta se han vertido sobre la problemática de los desahucios, horas de tertulia en televisión, toneladas de buenas intenciones, de contextualización, de matizaciones, y al final de puro, simple y llano cabreo. Te sientes tentado de decir que los héroes del siglo XXI, esas figuras casi míticas que el cine ha contribuido a eternizar, ahora se plantan ante una casa a punto de ser asaltada y dicen que ni hablar, que hasta aquí hemos llegado. Te sientes tentado de hacerlo, y entonces echas un vistazo y ves que el cine ya empieza a hablar de ellos, que lleva más tiempo haciéndolo de lo que la crisis ha durado. El cine, documental o ficción, es otra arrojadiza forma de protesta si te has cansado de pasear por las calles y ver que, donde antes había hogares, ya sólo quedan cascarones vacíos.

El estado de la cuestión

Siempre acabamos hablando de Charles Chaplin. Qué le vamos a hacer. Llevamos una época que incita a la revisión del pequeño vagabundo, del primer sin techo, antes de que la madre de las crisis, la de 1929, poblara de parados las calles de medio mundo. El antihéroe sin nombre no tiene oficio, ni beneficio, ni horizonte, ni hogar. Su hábitat son los parques donde trampea un pedazo de pan, donde se mete en líos por una chica que viste mejor, que come mejor, que tiene una cama, en una habitación, en una casa. Es cierto que en los cortometrajes el vagabundo es un vivales, un aventurero simpático que va tirando sin devanarse mucho los sesos. Pero está ahí, como un latir sincopado y arrítmico que empieza siendo una pequeña molestia y de repente nos paraliza el cuerpo con todo el malestar del desclasado. Nos reímos de él y con él, pero a medida que el metraje avanza, con el paso de los años, el personaje se depura, el slapstick se matiza. El Chico (1921) y Tiempos Modernos (1936) son sendos compendios de risas como puños, de verdades a carcajadas, que se proyectan por todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI para saltarnos al cuello cuando menos lo esperamos. Seguimos aquí –nos dicen- los temas siguen aquí, las premisas, los conflictos, los obstáculos que afrontan los personajes, no han perdido un ápice de vigencia. Entre el padre accidental al que las autoridades se lo quieren arrebatar todo y la joven pareja que acaba durmiendo en unos grandes almacenes, a falta de un techo que les dé  verdadero cobijo.Ha llovido mucho desde que Chaplin se convirtiera en un mito, antes de que los desmanes del mercado lo convirtieran en una figura necesaria, en la encarnación de un fantasma que recorrió Occidente arrasándolo todo a su paso. Ha pasado mucho tiempo pero sigue ahí, tan vigente que produce escalofríos.

En la puta calle (1997) nos vamos a quedar todos a este paso. Mucho antes de que la crisis fuera crisis, Enrique Gabriel ya daba fe de la cara de panolis que teníamos todos. Los autóctonos y los inmigrantes, los currantes de una vida entera y los que entraban en el mercado laboral por la puerta de atrás. Todos. Por eso impresiona aún más la fecha: estamos en 1997, en un país sin primas de riesgo, ni rescates, ni hipotecas a cuarenta años, ni matrimonios mefistofélicos con los bancos que acabarán de sufrir nuestros nietos. Aquí hay bonanza, las cosas van bien, “España va bien” nos dicen, mientras la burbuja inmobiliaria empieza a hincharse y todo el mundo obvia que el jabón hace pompas muy grandes pero muy frágiles. Por todo ello la película de Enrique Gabriel es de una clarividencia atroz. Las miserias de un electricista en paro y de un joven inmigrante contrastan con los sueños de opulencia y de bienestar ilimitado que empiezan a larvar en el inconsciente común. Salimos de unos juegos olímpicos y de una exposición universal, somos el vivero de turistas del mundo, levantamos rascacielos en todas las esquinas. Esto es un no parar. Y en medio de la condenada borrachera irrumpe En la puta calle como un irritante grillo con sombrero de copa y paraguas, que nos canta las verdades y nos avisa de lo que puede pasar, de lo que ya está pasando. Pero en este país tenemos la irritante manía de autodestruirnos constantemente.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

Para echar abajo la puerta de una casa primero hay que levantarla. Hay que empezar por los cimientos y luego ir subiendo, piso a piso, la estructura, los refuerzos, el esqueleto de lo que un día será un hogar. Pero allá donde un día vivirá una familia de momento sólo hay trabajadores en precario, mal contratados, peor asegurados, El engranaje del sistema se pudre desde los cimientos, los del edificio y los de los trabajadores en la base de la pirámide. Que se lo pregunten a Ken Loach, que lleva más de treinta años dirigiendo su atención a los damnificados de la nueva economía. En Riff-Raff (1991) la construcción de un edificio sirve de marco a la relación de pareja entre un obrero y una aspirante a cantante sin ningún éxito. El fantasma del thatcherismo planea en el devenir de unos personajes sin mucho presente y ningún futuro, mientras la construcción del bloque de pisos avanza; un edificio que ellos nunca ocuparán, que han levantado con sus propias manos pero del que nunca gozarán; una pequeña parcela de bienestar de la que, un día, otros pobladores serán expulsados. “Estamos en 1990” –dice un personaje- “hay millones de personas sin hogar”. Y así seguimos.

A menudo, cuando un desahucio aparece en los periódicos es porque la situación ha acabado en tragedia. Perder la casa equivale a que te arranquen una parte de tu identidad, un pedazo de realidad que has moldeado poco a poco y que es la espina dorsal sobre la que se sustenta toda tu vida. La presión es asfixiante y más de uno no la puede soportar. Pero la situación no surge fortuitamente, el proceso siempre empieza tiempo atrás. Es escalofriante pensar que en el origen de todos estos dramas hay un acontecimiento que nos puede afectar a todos: alguien se queda sin trabajo, algo se tuerce. El dinero deja de entrar en el seno familiar, pero no los gastos. Si la situación no se revierte, y cada vez ocurre menos, el desahucio es un horizonte más que posible. Cuando una víctima pone fin a su vida a menudo nos enteramos de que había escondido su situación a las plataformas de apoyo, a los vecinos, a la familia… como si vivieran un estigma, esperando quizá que la situación mejorase antes de que el mundo se diera cuenta. Puede que nadie de nosotros entienda, llegado el caso, que el mal momento que pasamos tenga como consecuencia que nos arranquen nuestro propio hogar. El extrañamiento es demasiado brutal, algo en el cosmos se desajusta terriblemente para que las cosas tengan que acabar así.

En 1993, el caso de Jean-Claude Romand saltó a los medios de comunicación y dio pie hasta a tres películas diferentes. El empleo del tiempo (2001) y El adversario (2002) describen el día a día de un hombre acorralado, que vive en constante prórroga sobre sí mismo y sobre su entorno. Un ejecutivo francés, que mantiene a su familia montada en un opulento tren de vida, sale cada día de su casa para ir a trabajar… y pasa el rato sentado en el parque, deambulando en coche, tumbado en una cuneta al sol. No tiene trabajo. Vive atrapado en un engaño sin asideros ni salidas de emergencia. Por ahora, mientras el contador no se pare, todo va bien, pero el engaño tiene fecha de caducidad. Tanto el personaje que encarna Daniel Auteuil como el que interpreta Aurelien Recoing (y como el de José Coronado en La vida de nadie, el tercer trabajo en liza) deberían saber que todo se irá al traste, pero actúan impelido por la necesidad de huir hacia adelante, esperando que el universo calme las cosas. Y mientras tanto, la realidad atenaza cada vez más sus gargantas,  en forma de deudas y de pagarés, y la maniobra de pinza es parecida a la que amenaza a tantos trabajadores en paro, los que un día se dan cuenta de que han llegado a su límite.

¿Qué está en juego?

Una casa es la posibilidad de un refugio. Por ello, cuando se ejecuta un desahucio no sólo se pierden cuatro paredes, un techo, un cúmulo de pequeñas comodidades trabajadas durante un largo periodo de tiempo. Perdemos la opción del regreso, del cobijo más elemental, del recuerdo de tiempos mejores. Perdemos los olores y los sonidos, los colores transformados a nuestro paso y el polvo que acumulamos suspendido en el aire. Todo eso se pierde. Todo eso es lo que le ocurre a Kathy cuando, tras verse expulsada de su hogar, mueve cielo y tierra para recuperar lo que considera suyo. El problema es que Kathy quiere retornar a su vida, y los nuevos moradores quieren construirse una. La colisión es inevitable porque hay mucho en juego, esas cuatro paredes significan demasiado. Casa de arena y niebla (2003) es un potente drama sobre la búsqueda de una identidad anclada a un lugar, donde las partes en conflicto se mueven por impulsos tan desesperados que no puedes dejar de empatizar con ellos, aunque entiendas que no puede acabar bien, que la espiral de tensión puede destruirlo todo, a ellos y al hogar que tanto anhelan. Jennifer Connelly, Ben Kingsley y Shohreh Aghdashloo bordan tres papeles al límite condenados a un choque de trenes.

Cuando accedemos a la primera hipoteca el camino está muy claro: unos años de pagar, y toda una vida de sentirse propietarios con pleno derecho. Quien entra en la espiral de deudas e impagos que culmina en el desahucio no lo hace por su propio pie, sino que se desliza por una pendiente que adquiere desnivel de manera lenta y progresiva. Como un cuerpo lanzado al agua en una red, que a medida que se debate se va enredando más y más y se hunde sin remedio. Algo parecido les ocurre a los protagonistas de Una vida mejor (2011), dos jóvenes con aspiraciones, con buenas ideas en la cabeza, con arrestos para enfrentarse a un préstamo porque la lógica del cosmos dicta que todo irá bien. Pero no todo va bien, y el cosmos más que lógica tiene una mala leche implacable. La joven pareja se queda pegada a una telaraña de deudas que  los agarra del cuello y los obliga a tomar decisiones drásticas. El fruto de años de trabajo y de buscar la mejor de las decisiones se trastorna en una herencia terrible para sus descendientes. En lugar de un hogar seguro, de un negocio próspero que les garantice una buena vida, sólo queda el riesgo de perderlo todo, de pagar, pagar y pagar mientras el engranaje del sistema actúa como una bola de nieve que no para de crecer y amenaza con devorarlos. Guillaume Canet y Leïla Bekhti encarnan a la joven pareja en este drama de Cédric Kahn que pone rostro, tempo y música a una narración que se repite a diario en toda Europa.

¿Y ahora qué hacemos?

Desde que empezó la crisis se ha hablado de la pasividad con la que la sociedad, presuntamente, aceptaba los recortes, las privaciones, los escándalos, las trastadas de los diferentes estamentos involucrados en el problema. Todos hemos oído aquello de que hace treinta años habríamos montado una buena, de que los franceses estas cosas las solucionaban cortando por lo sano, de que aquí nadie sale a protestar y a armar un pollo a la altura de las circunstancias. Tras el movimiento del 15-M un mal observador dictaminará que se nos ha mojado la mecha y que hemos vuelto a casa con el rabo entre las piernas, eso los que tengan una casa a la que volver. Los buenos observadores, en cambio, empezarán por abrir un periódico para encontrarse con los protagonistas del documental #La plataforma (2012). Los hombres y mujeres de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) llevan años reclamando un sistema más justo para con aquellos que no pueden pagar su piso y lo van a perder todo. Sus reivindicaciones han cobrado especial fuerza en los últimos meses, gracias a su impacto en los medios y su denuncia de una situación cada vez más común, pero el trabajo de la PAH va mucho más allá y de todo ello habla este documental de Jon Herranz, que da voz a un colectivo que ha decidido que es el momento de hacerse escuchar. Lo están logrando.

Una de las iniciativas más polémicas de la PAH es la adopción de la técnica del escrache como forma de protesta. La medida ha provocado un encendido debate entre partidarios y detractores que ha traspasado nuestras fronteras. Claro que las opciones de la PAH no son nada comparado con las acciones que llevan a cabo Los edukadores (2004), tres jóvenes que deciden tomar el camino más recto para luchar contra el sistema, pero también el más cuestionable, el más peligroso y el más ilegal. Sus acciones les llevan a confrontar las razones y las decepciones del enemigo y las suyas propias, mientras la certeza de que los ideales por los que lucharon unos y otros no fueron un día tan diferentes se impone y se pervierte.

Otra posibilidad es confiarse a los hados del destino, materializados en un golpe de suerte o en una paloma de designio divino como la de Milagro en Milán (1950). La película de Vittorio De Sica es capaz de lograr la cuadratura del círculo: combinar con maravillosa elegancia el neorrealismo italiano con el drama fantástico, de raíz cristiana, sin traicionar en ningún momento el trasfondo de insólito optimismo ni el retrato de un país herido por la guerra. Es como si Frank Capra se paseara por Milán y tomara apuntes al natural para una segunda parte de Qué bello es vivir (1940). Quizá no es la solución más práctica al drama que estamos viviendo, pero de vez en cuando también debemos dejar volar la mente. La ficción nos es cada vez más necesaria. Suerte para todos.