Carteles con rostros risueños. Portadas de papel con rostros serios. Entrevistas televisadas con rostros reflexivos. Mítines con rostros iracundos. Rostros, rostros y más rostros, compitiendo todos ellos por el premio gordo. Es lo que tiene la democracia. Perdón, es lo que tiene la campaña electoral. Una vez cada cuatro años los partidos políticos entran en liza para lograr el favor del conjunto de los ciudadanos en edad de votar. Presentan sus programas, hacen campaña, se lanzan dimes y diretes, protagonizan anuncios de cuestionable gusto… Los hay que bailarían una muñeira disfrazados de castor para arañar un votante más.Es el lado más folklórico del derecho inalienable del pueblo a elegir libremente a sus propios representantes. O algo así.
En la madrugada de hoy, la Casa Blanca está en juego. Los Estados Unidos de América celebran las elecciones a la presidencia de la nación. ¿Obama o Romney? ¿Demócratas o Republicanos? ¿El elefante o el asno? (Que nadie se me ofenda, son los animales emblema de los dos grandes partidos). Gane quien gane, todo el mundo seguirá el proceso con extrema atención. Y no es sólo por el peso geopolítico de este país en concreto, sino también por la tendencia de los americanos a hacerlo todo a lo grande. La campaña ha sido mastodóntica, los mítines son espectaculares, la repercusión ha sido planetaria, y en el autodenominado baluarte de la democracia mundial el cine que versa sobre las elecciones no se queda atrás. Nada atrás.
Pongamos un caso: Un joven y brillante activista trabaja en el ojo del huracán, detrás de las bambalinas de una campaña electoral que tiene como cabeza de filas a un tipo con la cara de George Clooney. Con semejante precedente las elecciones deberían estar ganadas, pero el terreno de la política es inestable y cualquier paso en falso puede costar un mundo. En Los idus de marzo (2011) Ryan Gosling confirma su condición de peso pesado del Hollywood por venir, acompañado por un reparto de rutilantes estrellas como sólo las puede reunir la batuta del mismísimo Clooney. Tras la televisión, la libertad de prensa y el deporte, el galán por antonomasia del cine actual se pone de nuevo tras las cámaras para retratar las intimidades de un mundo fascinante y complicado, plagado de talento y cinismo, de diálogos brillantes y decisiones terribles. Un nido de víboras, donde la lealtad puede ser un arma de doble filo.
George Clooney presenta un eslabón más de una interesante carrera como director, capaz de destacarse y cobrar sentido al margen de su trabajo como intérprete de éxito. El activista político se funde con el ciudadano indignado, que entiende la democracia como un sistema tan valioso como en constante riesgo de adulteración, yaquí, una vez más, presenta un trabajo coherente con su imagen pública. Los idus de marzo bebe de una irrepetible tradición del mejor cine norteamericano: la del cineasta que se pega a los despachos de la gran maquinaria de la administración, ya sea como agente gubernamental, como periodista crítico o como funcionario de la Casa Blanca.
Antes que él, otros han retratado la historia de la democracia norteamericana (y de sus procesos y liturgias) con una mezcla de respeto, melancolía y sorna. Por citar sólo dos ejemplos tan recientes como contrapuestos, John Travolta encarna a un sosias de Bill Clinton en la polémica Primary Colors (1998), en la que Mike Nichols retrata con acidez una campaña electoral marcada por un escándalo sexual de consecuencias imprevisibles. Parece que al propio Clinton le hizo mucha gracia (de Hillary no sabemos nada). Más nostálgica es la visión de Emilio Estévez en su trabajo más celebrado como director. El hijo de Martin Sheen (y hermano de Charlie) retrata en Bobby (2006) el ambiente que se pulsaba en la convención demócrata de Los Ángeles. Toda una sociedad radiografiada a la sombra de un líder de futuro: el prometedor candidato Robert Kennedy. Un mundo de esperanzas que se cerró súbitamente con el sonido de un disparo.
Pero, una vez finalizadas las elecciones, ¿y si un día el sistema se tambalea? Uno de los mayores miedos que retrata el cine norteamericano reciente es el colapso de la sociedad democrática. Hoy son los zombies (y sucedáneos) los que encarnan el miedo al fin del mundo occidental tal y como lo conocemos, pero en Siete días de mayo (1964) John Frankenheimer planteó una opción,digamos, más realista. En medio de la Guerra Fría, un presidente impopular lleva a cabo una política de desarme nuclear que enfurece al ejército. Y entonces, lo que parece inimaginable pasa. Como un hilo de araña, el complot se cierra sobre la Casa Blanca con un único objetivo: el golpe de estado. Sólo el coronel Casey encuentra indicios preocupantes de lo que traman sus superiores. La cuenta atrás se pone en marcha. ¿Cómo saber quién está de tu lado? ¿Hasta dónde llega la traición? Frankenheimer (como Clooney 50 años más tarde) se rodea de un cásting de ensueño: Burt Lancaster, Kirk Douglas, Fredric March, Ava Gardner o Martin Balsam desfilan por esta intriga que anticipa la gloriosa década de cine político que fueron los 70. Trepidante, inteligente, un auténtico tour de force del mejor Hollywood resueltoen un enfrentamiento entre el poder militar y el civilrepresentado por dos de los más grandes intérpretes de sus respectivas generaciones. Deberíaestar en un museo.
Y para acabar, cambiemos de formato, de país, de continente, y de época. No todo lo que reluce está en el cine. En 1976, la televisión británica coronó una de las mayores cimas de la historia catódica con la complicidad de Robert Graves. Yo, Claudio (1976) desborda ambición delante y detrás de la pantalla. Tan magnífica como el propio imperio romano, tan retorcida como la mentalidad de sus emperadores, tan compleja como el mapa de una familia poco convencional.El emperador tartamudo recuerda la sangre derramada que lo ha llevado al poder, mientras una galería de nombres ilustres va desfilando y se pierde por los pasadizos de la historia. Al final, la constatación terrible de que todo sistema de poder engendra víboras, en una constante repetición de los errores y las calamidades que llevamos grabadas en el ADN. Y lo más inquietante es que a las más venenosas no las oyes llegar, porque las tienes instaladas justo a tu lado.
La BBC da una muestra más del calado de su genio. Pocas producciones son tan imprescindibles para la televisión como la que protagoniza el gran Derek Jacobi, apoyado por un reparto que da la medida del talento de la escena británica. 35 años después de su estreno aún asistimos embobados al ejercicio de la traición y la conjura, a la prueba manifiesta de la cara más oscura del poder. Han pasado 2000 años desde aquellos hechos. El sistema ha cambiado (y para mejor), pero aún nos sentimos demasiado cerca de los motivos que impulsan a esos personajes, hipnotizados por la fascinación que despiertan y que los condena irremisiblemente a la perdición. Un lujo.
Y mientras tanto empiezan los recuentos. Pronto sabremos de qué lado se inclina la balanza, quién ocupará el despacho oval los próximos cuatro años. El cine también toma partido. Siempre lo hace. Por eso los regímenes totalitarios lo atan corto, y por eso mismo la salud democrática de un país se puede medir por el calado crítico de sus creadores. Lo que vemos en pantalla es un termómetro de nuestras preocupaciones como sociedad. A través de la ficción, sin olvidar su vocación comercial, el cine reproduce y debate libremente el sentir social, su alegría y su ira, su indignación y su apoyo, su miedo y su esperanza. Y eso es un buen ejercicio de democracia.