Fallece Ana María Matute

Por Nesbana

Ana María Matute ha fallecido. Y este hecho natural me remite a una época pretérita: a mis dieciséis años; a aquel tiempo en que era un joven que comenzaba a estudiar el bachillerato, momento en que leí a esta autora. Tan sólo leí una colección de cuentos y Aranmanoth (2000); no he leído más allá ni he leído sus obras más conocidas; el juicio de nuestra profesora convino en mostrarnos el placer literario que suscita esta autora con creaciones cortas, condensadas y muy sentidas. Y hoy recuerdo bien a Ana María Matute, que vino a nuestro instituto a conversar con nosotros; la recuerdo como una viejecita amable, sufridora, que había vivido los horrores de la posguerra plasmando su visión del mundo en una multitud de cuentos realistas donde la mayoría de personajes eran niños. Afirmaba la autora lo siguiente en un prólogo a su obra:

 “Resulta obvio insistir en el hecho de que toda mi generación creció marcada por la guerra española del 36. Pero, más aún que la misma guerra –cuya brusca intromisión en el orden de nuestra vida infantil nos convirtió, de la noche a la mañana, en eso que me permití definir como generación de “los niños asombrados” –, lo que verdaderamente condicionó nuestra vida de incipientes escritores fue la posguerra. Una posguerra tan larga como no creo que otro país, en nuestros días, haya padecido jamás”.

Recuerdo también a aquella profesora de literatura que se empeñaba en mostrarnos la magia de este arte, que trataba de contagiarnos el placer por la lectura de pequeñas obras como Doña Berta de Clarín –cuya emoción tardé años en sentir–, sintiendo, al mismo tiempo, pesadumbre por la falta de interés del alumnado. Hoy rebusco su figura en mi memoria, la figura de la profesora emocionada con lo que transmite y con lo que vive; y pienso: ¡cuánta falta hacen personas como ella! Pero, en fin, ese no es el tema de hoy.

Hoy recuerdo los cuentos de Ana María Matute, tan cargados de muerte, de realismo duro y trasparente, de odio y de instintos, de magia y de olor a infancia. “El niño que no sabía jugar”, “El niño al que se le murió el amigo” o “El año que no llegó” son algunos de estos cuentos que transmiten dureza sin paliativos, esas historias que nos asombraron y que nos hicieron preguntarle a la autora por qué escribía eso; las mismas que aún hoy recuerdo y que pertenecen a mi memoria. De esa charla también evoco mi breve conversación con Matute al firmarme un libro:

 “–¿Cómo te llamas?

–Néstor.

–¡Qué bonito nombre!, ¿sabes que es de un héroe
griego?

–Sí, sí.”

Hoy se va una autora más, otro testimonio de una época de la que siempre nos quedará lo escrito: su legado personal y su regalo al mundo; su crítica sosegada pero dura; su amor por la vida hecho palabra.