No le echaré hoy los piropos que se suelen regalar en estas lamentables ocasiones porque no es mi estilo. El británico era un piloto capaz de sorprender siempre, aun sentado en un monoplaza de segunda fila. Su victoria este mismo año en la Indy500 es claro exponente de ello.
La mala suerte parece que se ha cebado con Dan, pues corría de prestado, sustituyendo a Alex Tagliani. Visionando el accidente, vemos claramente que lo aparatoso del accidente se produce debido a que al ser monoplazas “open wheel”, es decir, con las ruedas descubiertas, cualquier leve toque a casi 400 km/h hace volar a los monoplazas… como pasó ayer. Y digo que tuvo mala suerte porque el año que viene la IndyCar tendrá un nuevo chasis, en el que las ruedas están relativamente carenadas, protegidas por elementos que quizá hubiesen impedido el desastre de ayer. ¡Qué mala suerte!
No hay nada tan íntimo en la vida de una persona, nada que requiera la soledad del enfrentamiento como la entrevista definitiva con la muerte. Es algo demasiado personal a lo que uno debe enfrentarse sólo, sin injerencias, sin lloros en la cabecera de la cama, sin despedidas demasiado largas. A Dan Wheldon no le dio tiempo ni a decir adiós a los suyos, pero todos asistimos como intrusos a ese episodio que da el carpetazo definitivo a la vida de un hombre. Y digo bien, intruso, porque así me sentía yo viendo las imágenes, atrayentes, espeluznantes, demasiado terroríficas de un hombre que volaba en pos de su destino final, siendo contemplado por un mundo ajeno a ese enfrentamiento que debe ser algo completamente personal.
No deberíamos poder ver cómo alguien acude a la llamada de la muerte. Es el único momento de la vida en que un hombre debe estar sólo. La dignidad del guerrero que acude a la llamada para la que nació.
Descansa en paz, mi admirado Dan.