Con las fallas no hay humor. Lo sabe bien Pepe Ribas, que en 1976 publicó un famoso Dossier Fallas en Ajoblanco y desató lo que entonces se llamó la ira blavera (es decir, la ira valencianista facha, llamada blavera por el color azul -blau en valenciano-catalán-, ya que una franja lateral de ese color es lo que distingue la bandera valenciana de la catalana). Lo escribieron varios jóvenes periodistas valencianos. Uno de ellos, Javier Valenzuela, fue luego corresponsal de El País en Washington y hoy ejerce de supertacañón en ese mismo periódico.
En ese dossier se reinterpretaba el barroquismo de las fallas en clave pagana y libertaria, como un carnaval de primavera, como una expresión antiestatal y salvaje. Y se exponían muestras extremas, como un comentario de la película La fallera mecánica, en la que un travesti ejerce de fallera mayor (lo cual supone la sublimación del personaje de fallera mayor, su agotamiento natural).
La furia blava se desató a lo bestia. Los devotos de la tradición, la carcundia más halitósica de Valencia, rugió y arrastró a las masas tras su rugido. En la redacción de Ajoblanco empezaron a recibirse cartas insultantes; luego, amenazantes. Más tarde, avisos de bomba. Se convocaron manifestaciones en Valencia y se fletaron autobuses para ir a Barcelona a dar una paliza a esos catalanes de mierda que se atrevían a reírse de su sagrada fiesta. El consejo de ministros, aún franquista, también ladró, e impuso el secuestro del número -que ya se había agotado- y un multazo de 120.000 pesetas de las de antes (la multa iba para los responsables de la revista, no para quienes amenazaban de muerte a esos mismos responsables, y eso que las amenazas de aquellos años había que tomarlas muy en serio: en diciembre de 1977 una bomba destrozó la redacción de la revista de humor Papus, matando al conserje, que era el único que estaba en ese momento en el lugar).
Al final, el follón, una vez salvado el pellejo, les vino estupendamente. Gracias a él, la tirada de Ajoblanco se multiplicó por 12 en un año. Las fallas convirtieron a la revista en la leyenda que es hoy.
Yo concuerdo completamente con la visión fallera que se daba en ese dossier. Y concuerdo porque para mí las fallas son territorio infantil y, por tanto, explorador y salvaje. Desde que tengo rizos en los genitales habré estado tres o cuatro veces en fallas, y siempre en Valencia capital, de visitante, un poco al margen de la fiesta. Nunca he vuelto a las fallas del pueblo de mi infancia.
Porque yo fui falleret. No fallero, pues me faltaban palmos de altura, pero sí falleret.
A los no valencianos les cuesta entender que las fallas son una fiesta competitiva que escenifica -en un ring inofensivo y aparentemente no violento, al margen de la pólvora de las tracas y mascletàs- los conflictos sociales más dolorosos. Esto se ve más en un pueblo, pero también en Valencia.
Hay fallas de ricos, de modernos, de pijos, de comunistas -sí, de comunistas-, de marujonas, de artistonas, de obreros, de zafios verbeneros, de tradicionalistas, de estirados, de marginales y de pobres de solemnidad. Ingresar en un casal faller es muchas veces una cuestión de militancia, de significación política, de afirmación grupal.
En mi pueblo había siete fallas -no sé las que habrá ahora-. La mía se llamaba la falla del Prado y era de las desgraciadas: en el concurso que premiaba a los mejores monumentos solíamos quedar los sextos de siete. Por suerte, había una aún peor, La Marina, formada por los cuatro residentes de la urbanización playera, que ponía poco interés en los ninots, quizá porque estaba formada por jubilados madrileños que no terminaban de entender de qué iba la vaina.
Nuestra falla era fea y pobre, pero era nuestra, qué cojones, y los chavales íbamos con la frente bien alta ante los de la falla del Portal o la de La Vía, que casi siempre ganaban los primeros premios con portentosas y audaces construcciones diseñadas por reputadísimos maestros falleros. Recuerdo que la falla del Portal, algunos años, podía visitarse por dentro. No pocas veces planeamos aprovechar esa coyuntura para dejar un par de petardos allí y quemarla antes de tiempo.
Dios, cómo les odiábamos. Los más tontos y relamidos del cole eran del Portal o de La Vía.
Ellos tendrían el poder, pero nosotros teníamos pólvora a voluntad, mucho rencor social y unos padres permisivos que nos dejaban correr por la calle a deshoras.
No os contaré la de perradas que les hicimos, pero sí os diré que, cuando nos descubrían, los mayores de nuestra falla nos protegían. Aquello era como una mafia, y los falleros veían con buenos ojos que sus cachorros se adiestraran en el arte del sabotaje y la guerra de guerrillas.
Mi falla era fea y pobre. Mi falla no despertaba interés, la gente pasaba de largo frente a ella y a más de uno se le escapaba un suspiro de compasión ante esos ninots tan toscos y con tan poca gracia.
La meua falla era lletja, però tenia dignitat.
Dignidad e historia.
Su nombre se debía al Prado Comarcal: unas naves enormes donde, desde el siglo XIX, se instalaba un mercado hortofrutícula donde los propios llauradors vendían sus productos recién traídos del campo. Cuando, tras la guerra civil, la producción de naranjas se hizo intensiva -casi industrial- y se orientó sobre todo a la exportación, desapareciendo muchos pequeños propietarios, el Prado Comarcal dejó de tener sentido. Yo no lo vi funcionar, pero recuerdo las naves, altas, solitarias, enormes, con cristaleras sobre un tejadillo. Recuerdo haber jugado a las canicas bajo sus techos y al escondite entre sus columnas.
Como todo lo que pierde utilidad, al final sucumbió: el ayuntamiento destruyó el Prado, que era una de las señas de identidad del pueblo, y construyó un par de edificios y un pequeño hospital. A mucha gente del pueblo no le hizo ninguna gracia ese atentado patrimonial en un lugar no precisamente sobrado de monumentos, y uno de los puntales de la protesta fue la falla Prado, abanderada nostálgica de un pasado pretendidamente arcádico y blascoibañecista, anterior al bombazo urbanístico y al alicatado de las playas, poblado por inocentes llauradors que preparaban amorosas paellas al aire libre, sobre mimadas brasas de sarmientos.
En nuestros blusones y trajes de fallero llevábamos bordada la silueta de una de esas naves perdidas en nombre de un supuesto progreso. Y eso, creo ahora y sospechaba entonces, nos hacía mejores que las otras fallas.
Eso sí, en sadismo éramos iguales que el resto: gozábamos como perras al ver llorar a nuestra fallera mayor. Porque una fallera mayor que no llora con sentimiento en la cremà merece ser arrojada a las llamas.
Y cómo lloraban esas chicas. Qué bien lloraban las muy zorras.
Un día tengo que volver a verlas llorar.