En un tiempo no muy remoto las parejas se casaban 'por la Iglesia', independientemente de si sus creencias estaban o no ligadas al credo y exigencias morales de la religión católica. Algunas quizá unieran sus vidas recurriendo a los votos matrimoniales motivados por su militancia practicante. Sin embargo, una gran parte de los desposados lo hacían por presión social o condescendencia pasiva hacia las costumbres familiares. "Nunca le haría eso a mis padres. Con la ilusión que les hace. No me caso por la iglesia y a mi madre le da algo". Otros, puede que en parte incluidos en el grupo anterior, veían en el rito matrimonial el mejor espectáculo para la ocasión. Contemplar a la novia vestida de blanco; jurar amor eterno; tener un sacerdote a tu servicio, declamando palabras sagradas; el atrezzo de la iglesia,... Ninguna otra alternativa al matrimonio religioso ofrecía el juego teatral que regala una boda católica. Pocas parejas se lo pensaban dos veces a la hora de decidir cómo casarse, ya fueran creyentes de toda la vida, de quinta generación y vocación inquebrantable; devotos de misa dominguera o fiestas de guardar; agnósticos con o sin dudas existenciales; escépticos anticlericales; ateos de libro rojo... Da igual. Todos caían bajo el palio de sirenas, abdicando de sus convicciones a cambio de un book de fotos inolvidable.
Hoy este estado de cosas no es el mismo, aunque no se pueda decir que haya cambiado radicalmente el panorama. La boda civil ha ido teniendo, con los años, un apoyo popular que antes no tenía, y sus ritos personalizados se han sofisticado al gusto de los desposados, laicizando en algunos casos el modelo de ceremonia religiosa. Pero lo más importante es que la sociedad española ha ido aceptando como parte de la vida social este tipo de casamientos. Décadas atrás existía rechazo o descrédito latentes hacia estas bodas. La pluralidad de opciones religiosas es una realidad ya evidente y progresiva en la sociedad española. Sumemos a esto el aumento de bodas de otras confesiones, marcado por el crecimiento de la población inmigrante, o la legalización de los matrimonios entre homosexuales.
Un poco de estadísticas. El número total de matrimonios (civiles o católicos) ha descendido desde 1976, en 2009 un 11%. Desde el año 2000, el número de matrimonios católicos ha descendido drásticamente en España, mientras que el matrimonio civil presenta un repunte significativo, tanto que en 2009 el número de matrimonios civiles (94.993) era ya mayor al de matrimonios católicos (80.174). Este cambio progresivo en las costumbres sociales en materia religiosa se ha manifestado de manera más significativa en los últimos diez años. Algunos analistas creen que estos datos no están sólo causados por el cambio religioso de la sociedad española, sino que pueden haber influido factores como en demográfico -cada vez hay menos nacimientos, un 5% para ser más exactos-, o el económico -hay menos dinero para gastar, y menos en una boda-. Teniendo en cuenta estos factores, es evidente que la boda queda relegada a un segundo plano cuando la pareja aún no tiene hijos o la bolsa está vacía.
Negar que las costumbres religiosas de los españoles están cambiando es cerrar los ojos no sólo a las estadísticas, sino a lo que ocurre diariamente en la calle. Sin embargo, no hay que obviar tampoco la importancia que sigue teniendo la religión católica en España a la hora de definir nuestras costumbres y valores cotidianos. Aún así, el mapa de la religiosidad está mudando de piel. El porcentaje de no creyentes o ateos se ha duplicado, aunque no exista realmente un debate popular, a pie de calle, sobre estos asuntos. El español habla poco de religión, y cuando lo hace adopta posiciones radicales, ya sea para despotricar contra el clero o para defender a lo Juana de Arco sus creencias más arraigadas. Faltan ocasiones de debate sereno y serio, donde se escuche tanto como se expone. Esta polarización de discursos se debe en gran parte a la imagen que tanto las instituciones públicas como las religiosas adoptan de manera pública ante los medios. Igualmente, a los medios de comunicación les interesa ofrecer carnaza, presentar una imagen de confrontación ideológica, de dialéctica eterna entre Estado e Iglesia, entre el laicismo anticlerical de uno y el integrismo moral del otro.
La sociedad española entró no hace mucho en democracia. Su adaptación a la pluralidad, el respeto y la libertad de expresión y de religión es un derecho no ganado. Lo recibimos como un regalo, pero ya es hora de saber qué hacer con ello, ejercitándonos día a día no sólo en una tolerancia pasiva, sino en la escucha activa. La Iglesia Católica debe aceptar -si es que quiere hacer llegar un mensaje que entiendan ciudadanos de hoy y no del Pleistoceno- esta pluralidad de valores, creencias y costumbres, tendente a aumentar y necesitada de espacios de diálogo y de convivencia. Por su parte, el Estado debe proteger esa pluralidad, escuchando sus múltiples voces, evitando ideologizar su política religiosa. El consenso y el diálogo deben ser la base de toda política en materia religiosa, si es que los políticos no quieren legislar a expensas de la voluntad popular.
Quizá no ha hecho mal el Gobierno en retrasar su 'Ley de Libertad Religiosa'. Ahora que la crisis económica polariza nuestros debates, exigir un diálogo sereno dentro de la sociedad española sería un intento fatuo. Lo cual no implica que tarde o temprano sea necesario enfrentarnos a asuntos como la financiación de las religiones, sus exenciones fiscales, su inclusión en el sistema educativo o la presencia en la vida pública de símbolos religiosos. Si es el momento de escucharnos con serenidad y con discursos razonables, el tiempo lo dirá. Su resultado medirá nuestra voluntad democrática. Mientras tanto, que cada cual se case como y con quien desee. Faltaría más.
Ramón Besonías Román