Familia accidental

Por 1maternidad_diferente

Fue un día de lo más extraño. Yo todavía andaba en una nube a pesar de que habían pasado ya más de dos meses desde todo aquello. Era como si el suelo que pisara fuera de gelatina y no podía deshacerme de la sensación de que alguien había envuelto mi cerebro en vendas y algodones, ya que todos los sonidos me llegaban amortiguados. Seguía sin poder mantener la atención en las reuniones del trabajo y aquella sensación no ayudaba. Mis informes llegaban un poco más tarde de lo normal, pero llegaban, así que a pesar de las caras de pena y modales afectados que todo el mundo ponía cada vez que se topaba conmigo, nadie insistía demasiado en que me cogiera de nuevo la baja.
No recuerdo nada especial de ese día. Era otoño. Habían cambiado la hora y cuando volvía a casa estaba ya todo oscuro. No me importaba demasiado. De hecho, me molestaban en extremo los días soleados y la gente saliendo a la calle. Sus vidas normales y tranquilas me recordaban todo aquello que había perdido. Donde podría estar y donde estaba en realidad.
Me subí al coche como cualquier día. Dejé el bolso en el asiento del copiloto, encendí las luces y emprendí el camino a casa. Los mismos semáforos de siempre, las mismas calles de siempre…
Sumida en mis pensamientos, apenas era consciente del camino que estaba recorriendo. El “piloto automático” era mi ángel de la guarda y, a pesar de que últimamente siempre conducía así, nunca me había pasado nada más grave que saltarme una salida de la autopista. Daba vueltas a cómo había sido todo y ya casi había dejado de pensar qué podía haber cambiado para que mi bebé siguiera conmigo. La rabia y la impotencia habían dejado paso a la tristeza y el pesar. Todo el mundo me decía que imaginarme en mis brazos a mi pequeño Luís no iba a ayudarme a superar el trauma. Que vivir en las ensoñaciones solo me hacía daño y alargaba el proceso. Pero yo me agarraba a lo único que me quedaba de aquel hijo que murió a pesar de que yo lo sentí muy vivo en mis entrañas cada uno de los días que duró aquel sueño de primavera.
Y entonces oí un ruido. Como un roce. Que venía de la parte de atrás del coche. Me sobresalté y mi primera reacción aterrada fue dar un volantazo. Por suerte la carretera iba casi vacía y ahí quedó la cosa. Aflojé el ritmo y casi me reí de mí misma. Seguro que lo había imaginado. Sin embargo, un par de minutos después, ahí estaba de nuevo el ruido, como de tela rozando contra tela. Esta vez estaba segura de haberlo oído. El instinto de lucha o huida se impuso a mi amodorramiento generalizado y ahí estaba yo con todos los sentidos mucho más despiertos de lo que habían estado en las últimas semana. Y, de nuevo, el ruido. Esta vez un poco más leve, un roce.
Miré hacia atrás y vi la silla del bebé. Una silla a contramarcha. Flamante, nueva, preciosa. Había dedicado horas y horas de investigación y comparativas para decidir qué sistema de retención infantil era más adecuado para Luís. Y el destino había decidido ignorar todos mis esfuerzos por darle lo mejor y había decidido matarlo cuando apenas quedaban dos semanas para que naciera. Daniel había tomado las riendas tras la vuelta a casa del hospital y había desmantelado la habitación de Luís lo más discretamente posible, mientras yo dormía entre calmantes y antidepresivos. Pero no le dejé tocar mi coche, no le dejé desmontar esa silla y la paseaba día tras días como señal de duelo, como cicatriz visible de todos los arañazos, desgarros y heridas que sentía en mi interior.
A pesar del subidón de adrenalina, todo se vino de nuevo abajo con la visión de la silla. Apreté las manos sobre el volante, pisé un poco más el acelerador y sentí que los ojos se me nublaban de lágrimas y empezaban los espasmos involuntarios y el dolor de pecho por los intentos de aguantar ese llanto que era imposible de retener.
Apenas veía la carretera, solo algunas luces, cuando de nuevo escuché ese sonido. Déjalo estar. Finalmente te has vuelto loca, dijo una vocecilla malvada en mi interior. Al mismo tiempo, pensé que quizás algún animalillo había conseguido colarse en el coche y era eso lo que estaba oyendo. Vi un cartel de una salida y me dirigí hacia ella entre pitido y ruidos de frenadas. No me importaba poner intermitentes, ni evitar que otro coche me embistiera. Necesitaba salir del coche, respirar aire fresco y reunir serenidad suficiente para poder emprender de nuevo el camino a casa.
Paré y apagué el motor. Y ahí estaba el sonido de nuevo. Salí del coche y respiré profundamente, notando que poco a poco se liberaba toda la presión que se había ido concentrando en mi pecho y espalda. Moví la cabeza y giré los hombros mientras pensaba que aquella bestiecilla que había generado esta crisis bien podía aprovechar la ocasión para salir por mi puerta y dejarme tranquila de una vez. Pero no vi nada escabullirse.
- Habrá que animarla -me dije a mi misma mientras daba la vuelta hacia la parte de atrás del coche, dispuesta a abrir la puerta trasera y ponérselo fácil al gato, lagartija o lo que fuera que había decidido acampar en mi coche.
Y cuando abrí la puerta lo vi ahí. En la silla de Luís y perfectamente atado. Tapado con una mantita. Un bebé de apenas unos días que movía sus manitas débilmente, con sus ojos cerrados. Si hubiera estado acompañada, me podría haber permitido el lujo de desmayarme, pero no podía. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí ese bebé? ¿Estaba en realidad o era una mala pasada de mi imaginación? ¿Había terminado volviéndome loca de dolor como tantas personas llevaban temiendo en las últimas semanas?
Temblorosa, acerqué una mano al pequeño y lo toqué. Sí, estaba ahí y sí, era de carne y hueso. No se esfumó al tacto ni atravesé su cuerpo con mi mano. Su presencia diminuta era como un grito desgarrador en mi cabeza, pues no dejaba de pensar en el cuerpo sin vida y lívido de Luís que se había deslizado de mis entrañas como un pececito resbaladizo. Pero este cuerpo palpitaba y se estremecía. El pequeño temblaba y me apresuré a cerrar la puerta. Con el sonido de la puerta el bebé se volvió a estremecer, pero siguió dormido. Podía verlo a través del cristal. Seguí ahí, no me había vuelto loca… pero ¿Cómo narices había ido a parar un bebé a mi coche? ¿Había hecho caso ese dios en el que nunca había creído a mis plegarias y había devuelto la vida a Luís? Mientras calibraba la gran improbabilidad de aquella explicación, las pocas neuronas que tenía alertas me empujaron a sacar el móvil, mandarle a Daniel mi ubicación por whasapp y pedirle que viniera a buscarme con su coche y que no pidiera explicaciones.
Abrí la otra puerta trasera y me senté en la plaza al lado de la silla. Veía como el pecho del pequeño subía y bajaba rítmicamente y me sumí en la hipnótica contemplación de ese movimiento como si de un bálsamo para mi alma dolorida se tratara. No sé cuánto tiempo pasó hasta que me decidí a abrir la mantita para contemplar al bebé al completo. Mientras lo hacía, una pequeña tarjeta se deslizó hacia abajo.
La cogí y vi que simplemente ponía: “Me llamo Manuela y sé que serás una buena madre para mí”.
Cogí su diminuta mano mientras mi mente repetía “Manuela, Manuela, Manuela” como un mantra y  sus pequeños deditos se aferraron a mi dedo índice con un apretón firme que selló el pacto que se había estado forjando desde que posé mis ojos sobre ella. Con una decidida determinación desabroché rápidamente el cinturón de la sillita y cogí suavemente a Manuela para ponerla sobre mi pecho y arroparla con mi calor y mi abrigo.
“Todo está bien. Voy a ser tu madre”, le dije, señor juez, y desde entonces no me he vuelto a separar de ella. Con esas palabras le prometí que siempre estaría a su lado, que velaría su sueño y le daría alas para aprender a volar y siempre he tratado de mantenerme firme en mi promesa.
-¿No es Manuela un sustituto de ese bebé que perdió? -preguntó el juez.
- No lo es ni nunca lo podrá ser -respondió Rosa. -Luís iluminó nuestras vidas durante ocho meses y me enseñó a ser madre. Pero se marchó y nadie podrá sustituir el hueco que dejó ni tapar su recuerdo. No hay día que no piense en él, a veces con alegría, a veces con tristeza. No dejo de pensar en lo buen hermano mayor que hubiera sido para Manuela. Pero mi hija no sustituye a nadie sino que, desde el principio, ha reclamado su lugar en nuestra familia con voz propia. Desde esa nota misteriosa a cada sonrisa y gorjeo infantil. Manuela es Manuela y siempre será Manuela. Luís siempre será Luís, aunque ya solo viva en nuestros corazones.
- Está bien. Muchas gracias por su testimonio. Puede marcharse -dijo el juez mientras se revolvía en su asiento. El testimonio de Rosa había sido intenso y no le había dejado indiferente. Acostumbrado a disputas por custodias y peleas por herencias, sabía que este caso no le iba a dejar indiferente.
- ¿Quién viene ahora? -le preguntó a Amelia, la asistente social que había organizado esa “vista” tan peculiar que tenía acaparada su agenda durante todo el día.
- Ahora hablará Daniel. Es el marido de Rosa y ha ejercido durante todo este tiempo como padre de Manuela -respondió ella.
- Esta bien -dijo el juez mientras se reajustaba las gafas y se preparaba para tomar notas de nuevo.
Daniel accedió al pequeño despacho del juez de familia elegido para la vista preliminar sobre el caso de custodia de Manuela. Saludó a Amelia con una inclinación de cabeza y se sentó en la única silla libre, frente al juez. Notó la calidez del cuerpo de su mujer, que acababa de abandonar aquel mismo asiento. Se habían cruzado brevemente en la puerta del despacho y Rosa le había obsequiado con una mirada esperanzada mientras le cogía ambas manos y las apretaba firmemente para darle ánimos.
- El relato de su mujer parece casi una historia de fantasía -argumentó el juez. -Uno no puede sino imaginarse a una mujer llena de dolor tras la pérdida de su bebé inventando un cuento de hadas como este para salirse con la suya…- siguió.
- Tienes usted razón señor juez. El primer sorprendido fui yo. Cuando llegué aquella noche a esa carretera casi desierta y me encontré el coche de mi mujer con las luces encendidas, el motor en marcha y los intermitentes parpadeando, me imaginé lo peor. Mi corazón dio un vuelco, pues cada día era una tortura hasta que por fin oía sus llaves girar en la puerta de casa... y cuando se retrasaba tan solo unos minutos no dejaba de imaginarla volcada en una cuneta tras haberse salido de la carretera. Pero día tras día conseguía llegar a casa entera. Hasta ese día. Llegué y cuando no la vi en el asiento del conductor di por hecho que había pasado algo grave y miré a mi alrededor imaginando que se habría arrastrado fuera del coche. Empecé a gritar su nombre y enseguida se abrió la puerta de atrás y oí que me chistaba y me pedía que guardara silencio. Me acerqué y la vi allí, en el asiento trasero, sujetando un pequeño bulto contra su pecho. Pensé que se había herido y trataba de parar la hemorragia. Me abalancé sobre ella y de repente se giró, rechazándome. “Daniel”, me dijo. “Ten cuidado. La vas a hacer daño”. ¿Hacer daño? ¿A quién? Entonces, llegué a la conclusión de que habría estado a punto de atropellar a un pequeño animalito y que lo estaría protegiendo.
“Mira”, me dijo con una tímida sonrisa. Y me enseñó el pequeño bulto que sostenía amorosamente entre sus brazos ¡¡¡Era un bebé!!! Le juro, señor juez, que casi me desmayé en ese momento. Rosa estaba como en trance, con las mejillas sonrosadas y una sonrisa bobalicona en su cara. Primero toqué aquella cosa, pensando que sería un muñeco. Pero enseguida me di cuenta de que era un bebé de verdad que respiraba, gemía y se chupaba los puñitos con bastante fruición.
Entonces empecé a preocuparme. Miré a mi alrededor. Esperaba encontrar a una familia que buscaba desesperadamente a su bebé, pero, obviamente, allí no había nadie. Estaba seguro de que Rosa había robado a esa criatura, pero al mismo tiempo de lo contrario. Si hubiera querido cometer una locura, habría tenido muchas oportunidades antes ¿Por qué ahora? Y además estaba segura de que mi mujer nunca traspasaría el limite de secuestrar al bebé de otras personas, sobre todo después de haber vivido en sus carnes la desgarradora experiencia de perder a su propio hijo.
Ella seguía arrullando al bebé y meciéndolo contra ella. Se perdía en ese pequeño y cuando me miró y vio mi cara de preocupación simplemente me pasó la nota.
“Me llamo Manuela y sé que serás una buena madre para mí” leí. Ella dejó que el mensaje calara en mi mente y luego añadió. -Sé que ahora mismo no estás pensando demasiado bien de mí, pero la realidad es que alguien dejó a esta pequeña en la sillita del coche y que me he dado cuenta a mitad de camino a casa-.
- ¿Y qué hacemos? -le pregunté.
- De momento, llévanos a casa y luego ya iremos viendo -me respondió con parsimonia, mientras cogía a la pequeña y la colocaba de nuevo en la sillita del coche. Manuela protestó y Rosa introdujo su dedo en la boquita de la pequeña, que enseguida lo empezó a succionar y se calmó.
Conduje el coche de mi mujer hasta casa. Aparqué en el garaje y le abrí la puerta. Rosa había cogido a la pequeña, a Manuela, y enfiló hacia el ascensor sin mediar palabra. Allí me esperaron y subimos juntos a casa. Entramos en el piso y mi mujer enseguida buscó un papel y empezó a hacer una lista. Yo estaba a punto del colapso. No sabía qué decirle ni qué hacer. Si llamar a la policía o a algún vecino para que me ayudara a arrojar un poco de luz sobre esa situación tan inesperada o arrodillarme junto a ella para llorar por Luís y suplicarle que no siguiera adelante con esa farsa. No tuve que hacer nada de eso. Rosa me puso una lista en las manos y me dijo “Lo primero a la farmacia. Leche de inicio y unos cuantos biberones y tetinas. También algún sistema para esterilizarlos.  En el chino de la esquina, compras un par de botellas grandes de agua mineral. Vuelves a casa y me lo traes. Luego te vas al súper a comprar pañales, un paquete de la talla 2 hasta que sepamos si le va bien o no, y toallitas. Vuelves y me lo traes. Como ya es tarde, luego te vas al C&A o al Primark del centro comercial y me compras lo que pone en esta lista: bodis y pijamas, de momento, luego ya iremos viendo. Si tienes cualquier duda, me mandas un whasapp” y me despachó hacia la puerta, recordándome que cogiera las llaves y la cartera.
Cuando volví del último recado, Manuela ronroneaba satisfecha en brazos de Rosa. Había comido, tenía el pañal limpio y mi mujer se las había ingeniado para encontrar alguno de los arrullos que habíamos preparado para Luís y que se me debía de haber escapado en la limpieza tras volver del hospital. Dejé las bolsas con la ropa en el sofá y miré a mi mujer. Estaba como ausente, en su mundo, pero la mirada ya no estaba perdida ni sus ojos brillantes por las lágrimas retenidas. Sus ojos tenían un objetivo claro y se perdían en cada centímetro de aquella pequeña que había irrumpido en nuestras vidas. Yo seguía muerto de preocupación pero me dije que nada malo podía haber en acoger a Manuela unos días mientras hacíamos averiguaciones para encontrar a su familia.
He de confesar, señor juez, que esa expectación calmada que se instaló en mi casa me resultaba cómoda y querida. Cada día pensaba que era necesario buscar a la madre de Manuela, pero también recordaba esa nota y me decía que la madre biológica de Manuela había elegido a Rosa como madre para su hija. Y no podía sino alabar su decisión. Rosa se había transformado y había florecido. Su duelo por la pérdida de Luís se me antojaba como un capullo del que había salido renacida. La veía como una madre Fénix y me asombraba la claridad y serenidad con la que tomaba todo tipo de decisiones a las que yo no me atrevía a hacer frente. Me pidió que arreglara los papeles para su excedencia laboral y lo hice. Investigué para ella sobre adopciones y acogidas. Buceé en la red intentando buscar antecedentes de padres adoptivos que hubieran “encontrado” a sus hijos y mucho más.
Volvía a casa cada día del trabajo con una sonrisa en lugar de con pesar. Anticipaba el momento del baño de Manuela, me derretía con cada una de sus sonrisas y daba la bienvenida a la vuelta de la armonía a nuestro hogar. Éramos una familia. Aquello que el destino nos había robado, parecía que nos lo había devuelto. Pero no dejaba de ver la sombra que se ocultaba detrás de todo eso. En algún momento habría que salir de nuestra burbuja, relacionarnos con los vecinos o los familiares y explicar de dónde había salido esa bebé.
Rosa lo tenía claro. Para alguno sería nuestro bebé y no tendríamos que dar explicaciones, sino dejar que asumieran como ciertas sus propias suposiciones. Para otros, simplemente diríamos que habíamos acogido a una pequeña huérfana, lo cual no era más que una interpretación de nuestra realidad.
Y fue pasando el tiempo. Cuando Manuela cumplió un año ya no había un lugar en nuestra casa y en nuestra familia que no estuviera lleno de ella. Cada día me costaba más tomar la decisión de arriesgarme a perder de nuevo a una hija. Temía que Rosa no pudiera soportar perder a otro hijo. Pero me armé de valor y consulté con un amigo abogado. Preocupado, nos recomendó que viéramos a Amelia y aquí estamos, poniéndonos en sus manos para que considere si somos adecuados para seguir cuidando de nuestra hija.
Le ruego, señor juez, que entienda que el error fue mío. Que si alguien debe pagar o ir a la cárcel, lo haré gustoso porque no conseguí reunir antes el valor suficiente para intentar legalizar esta situación. Tenía miedo de perder a Manuela y a mi esposa. Durante todos estos meses, Manuela no ha estado solo bien alimentada y cuidada, sino que creo que hemos conseguido ser una familia para ella y proporcionarle estabilidad emocional y un entorno apropiado para crecer en libertad, querida, protegida y amada. No tiene más que verla. Tan mal no lo hemos hecho. Sería cruel internarla en una institución. No nos separe…
-Esta bien, Daniel -le interrumpió el juez-. Me queda claro su testimonio, pero le ruego que paré ahí. Entiendo perfectamente todo lo que siente y su nivel de entrega y devoción ha quedado suficientemente claro, tanto por su testimonio como por las pruebas periciales aportadas por Amelia y el Instituto de Asuntos Sociales. Por favor, retírese para que pueda seguir considerando el caso.
Daniel se levantó y se marchó sin mediar más palabra. Sentía que su cuerpo era piel, huesos y gelatina. Le zumbaban los oídos mientras rumiaba sobre lo injusto de que un señor que no los conocía ni a ellos ni a Manuela tuviera la capacidad de decidir sobre su destino de manera arbitraria.
-¿Eso es todo, Amelia? -preguntó el juez.
- No. No es todo. Tenemos un testimonio adicional. Nos ha resultado muy complejo de obtener, y todavía estamos procesando las pruebas que confirmen su versión, pero parece que los investigadores de la fuerza policial conjunta del IAS han conseguido localizar a la madre. Todo indica que era una empleada temporal de la empresa de limpieza de la asesoría fiscal en la que trabajaba Rosa. Una chica joven que ha vuelto de nuevo a Bolivia, pero los agentes han conseguido su testimonio en vídeo. Si me lo permite, lo podemos reproducir en su ordenador.
Amelia sacó un pincho USB y lo conectó al ordenador del magistrado. Mientras preparaba la proyección el juez se asombraba del inesperado giro que daba la vista con aquel testimonio.
- ¿Qué pruebas son necesarias para corroborar este testimonio? -preguntó.
- Tenemos una muestra de ADN de la chica y la estamos contrastando con las muestras de Manuela para confirmar el parentesco. ¿Lo pongo?
El juez respondió con un asentimiento y comenzó el vídeo. En él se veía a una joven de unos veinte años, con tez morena, ojos negros y una larga coleta de pelo negro.
“¿Empiezo ya? Vale. Mi nombre es Jimena Aristizabal y soy la madre de Manuela. Yo le puse el nombre y me alegro de que sus papás hayan decidido mantener el nombre que honra la memoria de mi difunta abuela.
- ¿Cómo conociste a la señora Díaz? -preguntó una voz masculina fuera de cámara.
- ¿A Rosa? La veía algunas veces en la oficina que limpiaba. Trabajaba hasta tarde y cuando yo llegaba con mi carrito de limpieza era una de las pocas personas que quedaba por allí. Recuerdo que siempre me sonreía y me saludaba al verme llegar y también cuando recogía sus cosas y se marchaba. Nunca me preguntó mi nombre o se interesó demasiado por mí, pero siempre fue amable y educada. Cuando me quedé embarazada lo oculté. No quería que me despidieran y mis padres tampoco sabían nada. Para ellos yo todavía era virgen y, además, siempre decían que íbamos a volver a Bolivia y yo no quería que nada nos atara demasiado y nos impidiera volver a casa. Un par de meses después me enteré de que Rosa estaba también embarazada. La enhorabuena de algún compañero y una imagen de una ecografía pegada en una esquina de la ventana junto a su mesa fueron los principales indicios, pero enseguida me di cuenta de que acariciaba su vientre y de que incluso había cambiado su forma de caminar.
Yo vivía su embarazo como no podía vivir el mío. Contaba sus semanas de gestación en su calendario e imaginaba a mi bebé en mi vientre. Nunca le vi en ninguna ecografía ni me hice ninguna analítica, pero gracias a Rosa me enteré de que había que tomar algunas vitaminas y me las apañé para comprarlas en la farmacia e irlas tomando yo también. Una cosa es que mi bebé me recordara al cabrón que me había dejado embarazada y me había abandonado después de deshonrar mi cuerpo y otra cosa es que deseara algún mal a la criatura que llevaba en mi interior.
Sabía que yo no podía ser su madre, pero sabía que encontraría a alguien lo suficientemente bueno. Alguien como Rosa, que parecía que llevara las palabras “amor maternal” tatuadas en la frente. Unas pocas semanas después de empezar a sentir los movimientos de mi bebé en mi vientre, me enteré de la muerte de Luís. Algunos de sus compañeros discutían junto a la máquina de café sobre la mala suerte de Rosa y sus compañeras no sabían si mandarle flores al hospital era adecuado para después de la experiencia de parir a tu propio hijo sin vida. No había entierro ni funeral en el que expresar las condolencias, pero tampoco les parecía adecuado hacer como si no hubiera pasado nada. “Ya veremos”, decían. Pero nunca vieron nada. O al menos no lo vieron como yo. Yo que sentía a mi pequeño aletear en mi interior lloraba con Rosa mientras limpiaba su escritorio y veía aquella colección de ecografías colgadas en la ventana. Lloraba por el pequeño Luís que nunca disfrutaría de los brazos amorosos de su madre.
Pensaba que no volvería a verla, pero un par de semanas después apareció de nuevo por la oficina. Con ojeras, el pelo apagado y la mirada siempre en el suelo, pero con la clara determinación de reclamar de nuevo su lugar. En se momento, cuando vi su perfil de hombros caídos y su espalda temblar por un llanto contenido lo decidí. Ella iba a ser la madre de mi hijo. Ella le iba a dar todo el amor y el calor y cariño que había ido atesorando para el pequeño Luís. Yo iba a ser la madre de Luís, porque no podía darle a mi hijo el amor que merecía, pero sí podía darle a Luís ese recuerdo constante y ese corazón de madre roto. Un lugar en mi corazón y dentro de mí, porque yo tenía todo el amor de madre en mi interior, pero poco espacio en mi vida exterior para acomodar a un hijo de carne y hueso. Luís sería mi hijo de recuerdo y Manuel o Manuela sería el bebé de ojos vivos y aliento cálido que merecía Rosa. Me sentía casi como un cuco que deja su huevo en el nido de otro pájaro, pero no podía evitar desear lo mejor para mi pequeño y sabía que no había otra elección posible.
No sabía cuándo tenía que dar a luz, aunque por alguna aplicación móvil me había hecho una idea de la fecha aproximada. En las últimas semanas intentaba usar la ropa lo más holgada posible y caminaba encorvada hacia adelante para tratar de ocultar mi tripa. Había probado a meter algo de relleno en las caderas para disimular, pero el resultado no me parecía lo bastante bueno. Iba a todas partes con una mochila en la que había guardado una muda de ropa para bebé, una mantita, papel y algo de dinero para mantenerme unos cuantos días hasta que encontrara la manera de entregar al bebé. Al final todo fue mucho más fácil de lo que hubiera imaginado. Me puse de parto al final de mi turno cuando en la oficina no quedaba nadie. Manuela nació sin mayor problema. La limpié y vestí y después limpié cualquier resto que hubiera quedado. Me sentía un poco mareada, pero saqué un par de chocolatinas de la máquina del pasillo y busqué un taxi que me llevara al motel que había elegido para pasar un par de días.
Hasta que no llegué allí ni siquiera había mirado a Manuela. Estaba decidida a no encariñarme con ella, pues ya lo había hecho con Luís, mi auténtico bebé. Pero Manuela empezó a llorar y no me quedó más remedio que cogerla y calmarla. La miré a la cara y vi en ella los rasgos de mi abuela y no me pude sentir más orgullosa y feliz de mi pequeña cachorrita. En toda mi previsión se me había olvidado que tendría que comer, así que a falta de biberón, saqué el pecho y se lo acerqué. Y ella succionó con ganas desde el primer momento. Sabía que me iba a costar más desprenderme de ella, pero no podía hacer otra cosas que alimentarla y quererla hasta que la pudiera dejar con Rosa. Al día siguiente fui al despacho para comprobar a qué hora solía salir Rosa. Al segundo día fui un poco antes con la bebita y, por suerte, comprobé que se había dejado el coche sin cerrar y que además llevaba una sillita de bebé. Acomodé a Manuela con su nota y su mantita y me escondí. A los cinco minutos vi como Rosa se subía al coche y se marchaba.
Nunca más volví al despacho. Ese día me fui al motel a llorar por Manuela y por Luís y al día siguiente volví con mis padres como si no hubiera pasado nada. Hablaban, como siempre, de volver y saqué todos mis ahorros y los puse encima de la mesa. “Dejemos de hacer planes y volvamos con la familia. Mi futuro no está aquí”. Y un par de semanas después, estábamos de vuelta. Dejé a Manuela y me traje a Luís conmigo. Le planté un arbolito al que saludo todas las mañanas y le hablo. Le hablo de Rosa y de Manuela y de ese padre que imagino que cuida de las dos. Y mi naranjo crece jovial y lozano.
- ¿Por qué no dio a su hijo en adopción? -preguntó la voz.
- No era una opción. No quería a cualquiera. Quería a Rosa. Ella necesitaba a Manuela y Manuela la necesitaba a ella. Fui un intercambio justo. Un hijo por otro.
- ¿Está dispuesta a renunciar legalmente a la guarda y custodia de Manuela y a darla en adopción?
- Sé que en España no es legal renunciar a la custodia de un hijo a favor de una persona concreta a no ser que sea un familiar. Pero aquí las leyes son diferentes. Mi hija vive en España, pero su madres soy yo y vivo aquí. Me han dicho que eso crea un pequeño lío legal… Así que renunciaré a la patria potestad de Manuela siempre y cuando me garanticen que Rosa será su madre. Si no, firmaré un papel en el que nombro a Rosa tutora legal y creo que así será suficiente.
- Pero Rosa, la señora Díaz, ni siquiera la conoce…
- Da igual. Rosa es la madre de Manuela y voy a luchar  todo lo que haga falta para que mi hija tenga la madre que merece y para que nadie las separe.
El vídeo acabó sin más y la pantalla se quedó en negro. El juez se quedó pensativo.
-Aquí se acaba el testimonio -dijo Amelia. -Ya ve que es un caso muy peculiar y por qué he decidido intentar tramitar todo esto sin dejar un rastro de papeleo. Se trata de una situación muy delicada que puede dar lugar a un pequeño conflicto internacional. Mi opinión es que, legalmente, poco tenemos que hacer más que dar forma mediante papeles oficiales a una decisión que ya ha sido tomada por todas las partes implicadas. Las periciales demuestran que Rosa y Daniel son unos padres perfectos y capacitados, que Manuela es una bebé feliz y sana gracias a sus cuidados, y que Jimena no solo está conforme sino que fue la que orquestó todos los acontecimientos que nos han traído hasta aquí.
- Ya veo. Entonces mi decisión está clara. Si las pruebas de maternidad son concluyentes, nombraremos a Rosa y Daniel custodios legales de Manuela -sentenció el juez.
---------------------
Vario años después.
-Y así fue como finalmente te quedaste para siempre en nuestras vidas, cariño. ¿Qué te parece? -preguntó Rosa a la pequeña Manuela, que ya no era tan pequeña, sino una vivaracha niña que parecía no poderse quedar quieta mientras escuchaba a su madre.
- Tu llegada a este mundo estuvo plagada de acontecimientos -añadió Daniel.
- ¡¡¡Es como una “ventura”!!! Como un cuento de hadas. Y yo soy la protagonista -gritó entusiasmada la pequeña, mientras daba saltos y palmadas.
- ¿Te gustaría conocer algún día a tu verdadera madre? -preguntó Rosa.
Manuela la miró con curiosidad. - ¡Pero mamá! ¡Qué tonterías dices! Te conozco perfectamente. -exclamó Manuela.
Rosa la abrazó con fuerza. -Quería decir a tu otra mamá, al a mujer que te llevó en su vientre.
- Ya la conozco. He soñado con ella muchas veces. Es mi hada madrina y Luís es su pequeño ayudante.
Relato de ficción. Los hecho aquí reflejados son fruto de la imaginación de la autora y no se correspoden a la historia de ninguna persona real.
**Todos los derechos reservados.
**Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso de la autora.