El fanatismo religioso nos asusta porque se manifiesta con gran violencia en el islam yihadista, aunque quedan también vestigios en el cristianismo, como el que quemó viva hace unos días a una “endemoniada” en Nicaragua.
Científicos de la Universidad de Utah parecen haber encontrado el origen del fanatismo, que no es divino, sino físico: el creyente se inyecta emociones detectables en el cerebro, una euforia que actúa como las drogas, el amor, el sexo, el juego o la música.
El equipo del doctor Michael A. Ferguson explica en la revista “Social Neuroscience” que encontró las conexiones cerebrales vinculadas a los sentimientos espirituales de 19 mormones muy devotos, tras crear un ambiente que les facilitaba “sentir el Espíritu”.
Ese “sentir el Espíritu”, base del misticismo religioso, se vio con imágenes de escáneres sumamente precisos.
La publicación muestra gráficamente cómo se establecen esas conexiones neuronales que llevan al éxtasis, y como éste influye en las personas: es el mismo mecanismo que el detectado en el momento álgido de la inyección de heroína del drogadicto.
Lo que quizás permite explicar los cambios profundos que experimentan quienes se someten “al Espíritu”.
En el mundo cristiano sólo parecen recibirlo minoritarios grupos pentecostales protestantes y católicos; que han quedado, estos últimos, sin la grandiosidad de la vieja liturgia tras el Vaticano II, fuente de apariciones del “Espíritu”, aunque mantienen la Semana Santa sevillana y similares ceremonias que traen algunos éxtasis a los más fervorosos.
El mundo islámico es más fanatizable: con las oraciones regulares, las reglas obsesivas, los ramadanes, la catárquica visita a La Meca y las sensuales ensoñaciones paradisíacas, el “Espíritu” debe conectar las neuronas más fuertemente que la heroína, lo que con la llamada a la yihad explicaría la extrema violencia islamista.
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SALAS