Tengo una pésima memoria para recordar fechas. Como alguien dijo antes, no soy de números claros sino de palabras inciertas. A menudo, debo recurrir a referentes para situar sucesos del pasado en un ya inexistente tiempo concreto.
Sé que mi padre se fue una Semana Santa porque había déficit de médicos. Lo mantuvieron durante largas horas en una angosta camilla en el corredor de la muerte del hospital. Cuando lo atendieron, no hubo tiempo para practicarle la necesaria traqueotomía y a las pocas horas falleció. Puedo deducir que fue en el año noventa y uno porque mis entrañas estaban a punto de gestar un nuevo ser.
Mi madre vivió pocos años más que él. También se fue una Semana Santa. Yo estaba comiendo en el mesón Don Jimeno de Segovia cuando sentí la llamada de llamarla, pero nunca contestó. Regresé a Barcelona justo a tiempo para acudir a su entierro.
Sin embargo, mi madre volvió anoche y me acarició la cara antes de regalarme los besos que el destino nos negó. Cogió mi mano y me levantó de la cama para bailar descalzas sobre la húmeda hierba. Luego con los dedos dibujó en el aire las rosas blancas que aromatizaron nuestro juego. Me dijo cuánto te quiero entre sonoras carcajadas que embellecían su rostro muerto. Cuánto has cambiado, madre, le dije yo de forma desafortunada. Bajamos la mirada para que las lágrimas no enturbiaran el delicioso encuentro. ¿Has cenado ya? me preguntó de pronto rompiendo el silencio. No, contesté. ¿Te frío unos huevos? Y entre idénticas carcajadas le respondí: yo también te quiero.
Si alguna vez relatas esto, me advirtió, no olvides decir que fue solo un sueño. Claro mamá, respondí. Y nos abrazamos, con secreta complicidad, como dos niñas pizpiretas.