Al principio fue el verbo, pero luego vinieron los sistemas operativos. No hay ninguno que te permita dormir a pierna suelta, en paz con tu conciencia, en armonía con el cosmos. Siempre hay una fractura en la arquitectura interna de la máquina, siempre hay un hueco por donde entran a saco los bárbaros. Añoro los días en que todo iba a gusto del amo, que soy yo. No creo que pida mucho. En todo caso, reclamo lo que me pertenece, la cuota feliz de felicidad binaria, pero llevo una semana de bronca con la madre que parió a windows ocho punto uno. El sistema está inestable. Como yo. Pero yo lo disimulo estupendamente. Hay días en que tengo el sistema operativo venido abajo y no lo manifiesto en absoluto. Hago mis cosas como suelo, paseo las calles de siempre, despacho los asuntos de todos los días y me acuesto, ya bien caída la noche, sin que haya existido aprecio de mi malestar, constancia de que he estado roto por algún sector de la placa base, que vendrá a ser el alma. Mi ordenador no tiene mis tablas, no sabe terciar, ignora cómo escabullir la tristeza y, en cuanto le atacan un flanco, se hunde estrepitosamente. No sé si es un débil o un cobarde. Me conformaría con un golpe de suerte, pero la informática es una ciencia que no considera el milagro en su criterio narrativo y desoye las invocaciones que le hago. Es un ateo mi sistema operativo. Más ateo que yo, que ya es decir. Le estoy perdiendo el respeto, me está cansando mucho, lo voy a mandar a la mierda en cuanto me encrespe un poco más. Preferiría yo cometido menos frívolo que el de andar casi a diario buscando en dónde anda el roto de mi equipo informático. De verdad que hay cosas en la vida de mucho más fuste emocional o moral que enredarse en la salud de una máquina, pero no hay día en que no mire la torre (una estilizada, bonita de verdad, alta y estrecha, un modelo de HP que me gustó mucho en el escaparate) y no me encomiende la empresa de buscarle un arreglo en las tripas. Como si yo supiese cómo curar, cómo si me hubiesen enseñado. Se está mejor leyendo en un sillón de orejas, en uno confortable, cerca de una ventana desde la que se vea un paisaje o una avenida concurrida, en donde circule la vida y uno pueda contemplarla en los altos que hace en la lectura. Dentro de esta pantalla no hay una vida comparable a esa. No la hay, por mucho que a veces piense que es posible que exista. Lo único en lo que me satisface esta historia de unos y de ceros, de cables y de contraseñas, es la de poder escribir en mi página. Es cierto que eso me sigue gustando mucho. Saber que se me lee, entender que no escribe uno para uno mismo. Luego está el servicio que presta la máquina en un orden meramente administrativo. Tengo en sus archivos montones de cosas que adoro: discos de Thelonius Monk, películas de Douglas Sirk, libros de Javier Marías, fotos de cuando fuimos a Punta Umbría y nos pusimos ciegos de puntillitas. Hay una parte de mí emboscada ahí adentro, convencida de que la tecnología custodia mis vicios. No creo todavía que esa residencia tenga algo que malogra las otras residencias de las que dispongo para irme viviendo. El mundo sigue dibujando nubes y mi tendencia a rodearme de gente y charlarles y que me charlen no se ha malogrado, pero de verdad que estoy encorajinado (hace un siglo que no escribo ni digo encorajinado) por toda esta desgracia cibernética. Es un éxito que siga escribiendo y no se me haya venido abajo el sistema. Hace un siglo que no veía un sistema venirse abajo. Igual son hermosos los escombros.
Al principio fue el verbo, pero luego vinieron los sistemas operativos. No hay ninguno que te permita dormir a pierna suelta, en paz con tu conciencia, en armonía con el cosmos. Siempre hay una fractura en la arquitectura interna de la máquina, siempre hay un hueco por donde entran a saco los bárbaros. Añoro los días en que todo iba a gusto del amo, que soy yo. No creo que pida mucho. En todo caso, reclamo lo que me pertenece, la cuota feliz de felicidad binaria, pero llevo una semana de bronca con la madre que parió a windows ocho punto uno. El sistema está inestable. Como yo. Pero yo lo disimulo estupendamente. Hay días en que tengo el sistema operativo venido abajo y no lo manifiesto en absoluto. Hago mis cosas como suelo, paseo las calles de siempre, despacho los asuntos de todos los días y me acuesto, ya bien caída la noche, sin que haya existido aprecio de mi malestar, constancia de que he estado roto por algún sector de la placa base, que vendrá a ser el alma. Mi ordenador no tiene mis tablas, no sabe terciar, ignora cómo escabullir la tristeza y, en cuanto le atacan un flanco, se hunde estrepitosamente. No sé si es un débil o un cobarde. Me conformaría con un golpe de suerte, pero la informática es una ciencia que no considera el milagro en su criterio narrativo y desoye las invocaciones que le hago. Es un ateo mi sistema operativo. Más ateo que yo, que ya es decir. Le estoy perdiendo el respeto, me está cansando mucho, lo voy a mandar a la mierda en cuanto me encrespe un poco más. Preferiría yo cometido menos frívolo que el de andar casi a diario buscando en dónde anda el roto de mi equipo informático. De verdad que hay cosas en la vida de mucho más fuste emocional o moral que enredarse en la salud de una máquina, pero no hay día en que no mire la torre (una estilizada, bonita de verdad, alta y estrecha, un modelo de HP que me gustó mucho en el escaparate) y no me encomiende la empresa de buscarle un arreglo en las tripas. Como si yo supiese cómo curar, cómo si me hubiesen enseñado. Se está mejor leyendo en un sillón de orejas, en uno confortable, cerca de una ventana desde la que se vea un paisaje o una avenida concurrida, en donde circule la vida y uno pueda contemplarla en los altos que hace en la lectura. Dentro de esta pantalla no hay una vida comparable a esa. No la hay, por mucho que a veces piense que es posible que exista. Lo único en lo que me satisface esta historia de unos y de ceros, de cables y de contraseñas, es la de poder escribir en mi página. Es cierto que eso me sigue gustando mucho. Saber que se me lee, entender que no escribe uno para uno mismo. Luego está el servicio que presta la máquina en un orden meramente administrativo. Tengo en sus archivos montones de cosas que adoro: discos de Thelonius Monk, películas de Douglas Sirk, libros de Javier Marías, fotos de cuando fuimos a Punta Umbría y nos pusimos ciegos de puntillitas. Hay una parte de mí emboscada ahí adentro, convencida de que la tecnología custodia mis vicios. No creo todavía que esa residencia tenga algo que malogra las otras residencias de las que dispongo para irme viviendo. El mundo sigue dibujando nubes y mi tendencia a rodearme de gente y charlarles y que me charlen no se ha malogrado, pero de verdad que estoy encorajinado (hace un siglo que no escribo ni digo encorajinado) por toda esta desgracia cibernética. Es un éxito que siga escribiendo y no se me haya venido abajo el sistema. Hace un siglo que no veía un sistema venirse abajo. Igual son hermosos los escombros.