Somos cuatro, dos parejas, tenemos un Ford Focus azul alquilado y viajamos por Noruega ligeros de equipaje. Bergen es la segunda ciudad del país. Precioso enclave. Llueve durante trescientos días al año. Llegamos y sale el sol. Nos hablan de una iglesia de madera. Una de esas románico-escandinavas con forma de barco vikingo. Está en la periferia, en un monte. Noruega tiene grandes atracciones naturales. Es lo que la gente busca en los fiordos. Sentirse bien. Sentir algo distinto. Hay bastantes españoles en el mercado del puerto. Comemos una tapa de ballena ahumada. Noto un cosquilleo en las yemas de los dedos. Diez vibraciones. Es el estrés, está saliendo a presión por las manos. Siento mi cuerpo pleno de antioxidantes. Hablo de manera pausada, como un sabio. Soy libra, pero no creo en el Zodiaco. En Bergen el cielo está estrellado a pesar de que es de día. Estamos muy arriba, el globo se achata para acogernos. Y ves el cielo a un palmo de tu cabeza, de tu cerebro. Dicen que la iglesia de Fantoft posee propiedades curativas. Pero los escandinavos no son tan tontos. El Focus, tras horas dando vueltas, llega al paraje de la iglesia. No hay peregrinos. La gente no sube de rodillas hasta el monte. No veo velas ni exvotos. Apenas media docena de coches. Todo está en silencio. El aire está cargado de oxígeno. Inspiro y me purifico. Expulso un esputo que me recuerda mis tardes de footing. Catarsis y otras sensaciones difíciles de describir. Durante la subida no vemos la iglesia. La ascensión es dura, empinada. Estamos agotados. Si el panel informativo del parking está en lo cierto, el monumento se encuentra arriba: on top, en su edición en inglés. Metros de cuesta por una senda embarrada nos llevan a un claro entre la frondosidad verdeoscuracasinegra del paraje. Ahí está. Vemos el tejado a dos aguas cubierto de escamas de madera. Nuestra alegría desbordada rompe el silencio de los allí presentes. Disculpen, somos españoles. Fotos y más fotos. Dentro, un pequeño retablo insertado en la angostura del ábside brilla gracias a un haz de luz que entra por uno de los vanos saeteros. Recuerdo la luz blanca, el sonido creciente llegando a mi cerebro, el ruido de fondo, las voces angelicales y, después, todo blanco: el paradigma de la luminosidad, algo excepcional que no sabría describir. Sobre todo porque después de esa experiencia mística no recuerdo nada más. No sé cómo coño salimos de allí, cómo llegamos al coche. Y aseguro que no bebí. Creo que esa laguna en la mente fue provocada por aquella luz blanca que, en su elevación protogótica, no me ascendió al Cielo; lo bajó hasta mí.
Claudio Rivera
CUENTO KILÓMETROS (Editorial Eutelequia, 2011)