Fascinantes historias de la ciencia -2: El hombre que midió la Tierra con un palo en dos minutos.

Por Jesús Marcial Grande Gutiérrez

Pentathlos era un campeón. Destacaba en las más exigentes disciplinas de la mente. Era el atleta del pensamiento que sumaba más méritos en el conjunto de la cinco materias más relevantes del conocimiento griego: geografía, astronomía, filosofía, poesía y matemáticas. Pero su nombre, en realidad, era Eratóstenes y había nacido en Cirene (en la actual Libia) hacia el año 276 a.C. Sin embargo pasó su juventud en Atenas, educando su insaciable curiosidad con el estudio de los grandes pensadores griegos que le precedieron. Pentathlos pensaba en aquellos años de juventud en las playas próximas a Atenas. Se redrdaba a sí mismo paseando junto a su amigo Arquímedes por las playas de la ciudad y subiendo a las colinas cercanas para contemplar el horizonte del mar: aquella línea que se curvaba levemente en la lejanía. Desde lo alto observaban fascinados como los barcos desaparecían en la distancia aún nítidos a su vista penetrante: primero parecía hundirse el caso lentamente y luego el mástil era  engullido poco a poco bajo la superficie del agua en el horizonte. Entonces pensaba que aquello se debía a alguna aberración de la luz cegadora del mediodía. Ahora estaba seguro de que obedecía a una curvatura de la superficie marina, una curvatura que  también se daba en tierra pero que no era reconocible por la accidentada superficie de esta última. ¡Lo que hubiera dado por poder alzarse en vuelo como un pájaro y demostrar con la amplia visión de sus ojos la curvatura del mundo!
Estaba completamente seguro de que la Tierra era una esfera, al fin y al cabo era la forma más perfecta de la creación. Tanto el sol como la luna lo eran; esto se hacía evidente solo con mirarlos. Seguramente la tierra no difería en la forma de estos redondos cuerpos celestes. Probablemente las estrellas y los luceros también lo fueran; pero estaban demasiado alejados para comprobarlo. Que la tierra era redonda lo había intuido desde hace mucho tiempo cuando en sus viajes al sur de Egipto descubrió que aparecían en el horizonte estrellas nuevas que no se veían desde Atenas. La bóveda celeste parecía cambiar como cambiaba el paisaje del cielo estrellado al coronar la cima redondeada de una colina. Hacía poco tiempo que tuvo a la vista una prueba contundente de que la tierra era, al menos un disco, en el espacio. En medio de una noche de plenilunio fue despertado bruscamente por uno de sus estudiantes que contemplaba insomne el cielo desde la azotea de la biblioteca. El discípulo despertaba a su maestro al advertir que estaba comenzando un espectacular eclipse lunar. Vistiéndose a toda prisa aún tuvo tiempo de comprobar que sobre el disco iluminado de la luna llena se deslizaba una sombra circular como un dracma de Alejandro que se superpone en una mesa sobre un pequeño diábolo de Pérgamo. ¡Aquel disco que ocultaba la luz del sol en nuestro satélite tenía que ser la propia tierra y sería esférica! Después de aquello pasó varios días experimentando en los talleres de la Biblioteca de Alejandría con velas y frutas esféricas de varios tamaños; y los resultados confirmaban aquella impresión.
A Eratóstenes no le importaba que los muchos envidiosos de su talento le apodaran "El Beta" (la segunda letra del alfabeto griego) para mortificarlo. Bien sabía él que había muchos sabios "alfa" que le superaban en los distintos saberes: los estudiaba todos los días en la biblioteca. Así que tenía a gala ser "El Segundo Platón", "El Lugarteniente de Pitágoras"... Nadie podía competir con los conocimientos de más de 600.000 obras (entre volúmenes enrollados y tomos de hoja cosida) que se guardaban debidamente ordenados en los estantes de la monumental biblioteca de la que era director; pero sí podía sistematizar aquellos conocimientos y emplearlos para verificar sus clarividentes intuiciones o para desarrollar nuevos procedimientos con que acrecentar el saber de los hombres. En su inquieta  inteligencia se daban la mano y colaboraban todas las ciencias conocidas en un anticipo de la perseguida interdisciplinaridad que, más adelante, propugnarían los investigadores futuros. Así, una consulta en un tratado de geografía, le hizo fijarse en un fenómeno singular que ocurría una sola vez al año, en la apartada ciudad de Siena (a 5000 estadios al sur de Alejandría). Allí, cada  21 del mes de junio se celebraba la mayor fiesta del año. Se trataba de rendir homenaje al dios sol, Ra; que en esa fecha, al mediodía, se dignaba situarse justo en el cenit, en la vertical sobre la ciudad proyectando sus rayos perpendiculares sobre sus calles de forma que los obeliscos no producían sombra alguna y los pozos, por profundos que fueran, se iluminaban con unos rayos verticales que penetraban hasta alcanzar el agua del fondo estallando en profundos resplandores. Espoleado por la curiosidad, decidió visitar la ciudad aquella misma primavera e investigar por sí mismo el fenómeno. Un mes de viaje le llevó hacer los 750 km que separan Siena de Alejandría pero el 21 de junio ya estaba allí preparado para  tomando notas y dibujar el efecto de la sombra desapareciendo al pie de los obeliscos.   Mientras esperaba observaba el regocijo de los niños en sus juegos excitados ante el momento mágico en que "perderían la sombra". Fue entonces cuando, en un algún lugar de su cerebro, saltó la chispa de una idea genial: acababa de ocurrírsele la manera de calcular el tamaño de la circunferencia terrestre partiendo solamente de la inclinación de los rayos del sol; porque en Alejandría ¡él lo sabía bien! "nunca se quedaban sin sombra" y, si bien es cierto que en esa misma fecha la sombra se acortaba mucho con respecto a otros momentos del año, no llegaba nunca a eliminarse. En un segundo todos los saberes acumulados, las intuiciones entrevistas, los procedimientos matemáticos aprendidos parecieron ponerse de acuerdo para encontrar un procedimiento sencillo y práctico de medir esa distancia descomunal, tan grande que ningún hombre podría medirla andando, ni siquiera a caballo. Y el procedimiento era tan elegante, tan hermoso, que quedó embargado por una gran felicidad: la embriagadora dicha del conocimiento revelado, del secreto descubierto.  Dibujó rápidamente sobre la arena con su bastón unas finas líneas paralelas atravesando un círculo: no quería que aquel destello de inspiración se desvaneciera.  Luego anotó en un papiro un desarrollo completo de su idea. Después  se levantó y se dirigió sonriendo a su posada para pagar su estancia. Pasó el camino de vuelta a Alejandría planificando y rematando su plan. Disponía de un año para preparar su medición.


Un año después Alejandría era un hervidero de camelleros libios, marineros fenicios, comerciantes egipcios y sudorosos esclavos que se afanaban por las calles de la populosa ciudad fundada por Alejando y capital del reino. Se notaba en el aire el inicio del verano: comenzaba a hacer calor y los días se habían notablemente más largos. El 21 de junio sería la noche más corta del año y muchos pensaban pasarla a la luz de las hogueras encendidas en honor a Apolo y celebrarían las fiestas de purificación. El paso del sol por La Puerta de los Hombres (así llamaban los griegos al solsticio de verano) era una fiesta muy popular que todos esperaban con impaciencia. Pero era en los jardines de la biblioteca donde la ansiedad consumía a un Eratóstenes excitado y nervioso. Corría año 240 a.C. y había pasado los meses anteriores tratando de encontrar el dato preciso de la distancia entre Siena y Alejandría. Lo había consultado entre los papiros de la sección de geografía de la biblioteca encontrando múltiples mediciones con diferencias muy significativas entre los diversos autores. Necesitaba una medida más fiable. Habló con los camelleros de la ruta hasta Asuán (Siena) y sus estimaciones resultaron más ajustadas, pero necesitaba aún más precisión así que contrató, pagándola de su propio bolsillo, la expedición de una carreta guiada por un carretero experto y le instruyó a seguir la ruta más recta posible durante todo el viaje. Le acompañaría un esclavo adiestrado, con función de escriba, que debería ir anotando cuidadosamente las vueltas de las ruedas.  Por si este procedimientos no fuera suficiente logró convencer a uno de los generales del ejército para que enviara un destacamento de su legión macedónica marchando a paso uniforme hacia Siena y contando los pasos. Después de contrastar los diferentes datos realizó una estimación de la distancia en 5000 estadios (787,5 km).  No necesitaba más. Ahora, ante las baldosas de terracota de la plazoleta del jardín, se erguía perfectamente vertical una larga vara de madera elegida entre las mejores picas de los lanceros. Su verticalidad había sido ajustada perfectamente con una plomada y un ayudante se ocupaba de marcar con un punzón la trayectoria que el extremo de la sombra del gnomom proyectaba en el suelo. 

Las marcas iban dibujando poco a poco una estilizada hipérbola en torno al delgado mástil de cuatro metros. Al llegar el mediodía todos miraban  con atención como las marcas, que habían estado aproximándose paulatinamente a la  base del gnomon  dibujaban un cambio de inflexión en la curva y volvían a alejarse por el lado contrario.  Eratóstenes intervino: - ¡Ya es suficiente!- y se inclinó para marcar con un fino alfiler la posición del recorrido más próxima al eje clavado en el suelo. La midió cuidadosamente: 50,53 cm.  Necesitaba ahora saber el ángulo con que el sol incidía sobre la verticalidad del gnomo y tenía dos formas de saberlo: podía usar uno de los goniómetros de la biblioteca que tenía la desventaja de su difícil ajuste sobre la punta de la pica lo que le haría caer en errores de medida significativos; o bien podía usar sus conocimientos trigonométricos para calcular la tangente y posteriormente el ángulo: 

El goniómetro le había marcado 7º (hasta ahí alcazaba su precisión), pero evidentemente el cálculo trigonométrico era más exacto (7,2º).  Inmediatamente se retiró a su mesa de trabajo y razonó: Siendo los rayos del sol prácticamente paralelos desde tanta distancia y estando en este momento en Siena verticales puede decirse que un ángulo de vértice en el centro de la esfera terrestre y cuyos lados pasen por Siena y Alejandría vale lo mismo que el de centro en Alejandría , con lado común hasta el centro de la esfera (marcado por la plomada o la pica) y otro lado que fuera paralelo al que pasa por Siena (marcado justamente por la sombra del gnomon). Si hemos medido que es de 7'2º, podemos razonar que la el arco de circunferencia entre Siena y Alejandría (787,5 ) es a dicho ángulo (7'2º) como la totalidad de la circunferencia es al ángulo completo que lo abarca (360º). La ciencia griega era capaz de resolver reglas de tres como esta, pues ya conocían mucho sobre las proporciones desde el tiempo de Pitágoras y Thales de Mileto. 
Tras unos instantes calculado sobre su tablilla se irguió y anunció el resultado: 
- ¡224.359 estadios!

Eratóstenes suspiró sorprendido. Realmente era más extensa de lo que imaginaba, pero su cálculo había sido impecable. Según los resultados obtenidos resultaba que la tierra conocida apenas abarcaba la tercera parte de la esfera. Más allá de las columnas de Hércules, pues, debía extenderse un anchísimo mar y quizás otras tierras desconocidas. Se apresuró a incluir este nuevo tesoro del saber en un nuevo tratado: "Sobre las medidas de la Tierra" y lo depositó en la biblioteca.

135 años después, Posidonio de Apamea, utilizando una variante de la técnica aparentemente mejorada de Eratóstenes recalculó (erróneamente) la circunferencia terrestre encontrando una medida de 29.000 km. (distancia mucho más "tolerable" para los hombres de la época). Ptolomeo adoptó esa medida y, durante siglos, se consideró la más válida. Tal es así, que un tal Cristóbal Colón, casi acaba asesinado por una tripulación amotinada al creer que llegaría al otro extremo del mundo 11.000 km antes de lo que en realidad estaba. ¡Menos mal que un territorio ignoto se interpuso en medio de esa bastedad y le salvó la vida!.
Después de esta fascinante aventura intlectual hemos de admitir que, si alguien puede considerarse el pionero en lo que se ha dado en llamar "Carrera espacial", este fue el hombre que recorrió gracias a su inteligencia la primera distancia astronómica que el hombre tenía ante sí: Eratóstenes de Cireno.  De las otras páginas de su biografía habría que destacar muchas otras hazañas que proporcionarían material para libros enteros:  Fue, durante cuarenta años, el tercer Director de la Biblioteca de Alejandría, mandada edificar por el rey  Ptolomeo I. Este rey (amigo desde la infancia del Gran Alejandro Magno) había heredado el gobierno de Egipto tras la muerte del glorioso general e instaló su capital en Alejandría (fundanda por el propio Alejandro en el 332 a.C.);  y decidido a hacer de la ciudad un foco de influencia y cultura ordenó construir la más importante biblioteca del mundo antiguo. Eratóstnes fue designado para este puesto por Ptolomeo III y permaneció en él hasta un año antes del fin de sus días en el año 195 a.C.  Entregado con tesón a la tarea de ampliar sus instalaciones y fondos (llegó a tener por aquella época más de seiscientos mil ejemplares escritos a mano) su contacto con este tesoro de conocimiento le llevó a interesarse por todas las ramas del saber. Él fue el primero que intuyó que las "Fuentes del Nilo" (legendaria búsqueda de muchos exploradores hasta el s. XIX), se encontraban en los lagos alimentados por fuertes lluvias estacionales en la región de Etiopía. Personalmente participó en muchas investigaciones y completó numerosos estudios sobre la ciencia conocida. Fruto de esa búsqueda de conocimientos fue el primer geógrafo que trazó un mapa  muy preciso para la época de la tierra conocida. Lo asombroso es que, adivinando ya la esfericidad de la tierra, trazó los primeros meridianos y paralelos para situar los topónimos de idénticas latitudes y longitudes. Si sus trabajos de geografía fueron exquisitos, en el campo de la pedagogía de las matemáticas diseñó la famosísima "criba" que lleva su nombre y que ha servido para aprender de forma sorprendente y divertida los números primos a innumerables generaciones de jóvenes matemáticos. En el campo de la astronomía destacó con mediciones asombrosas, como las que hemos relatado aquí, y en la construcción de modelos celestes geocéntricos que se han venido empleando hasta el siglo XVII como es el caso de la "Esfera armilar" o el primer reloj solar avanzado.  También destacó como literato escribiendo dos excelentes libros en poesía, así como  tratados de filosofía y teatro e incluso como autor de una biografía de Homero, el famoso clásico griego.