Faulkner, escribe en su estudio
La obra de William Faulkner es ―junto a otras tan conspicuas en la historia de la literatura como la de Dostoievsky, Camus, Malraux, Sartre etc.―, un grito desgarrador y trágico, un estandarte que flamea entre las ruinas de un mundo que parecía prometedor. Personajes alcohólicos y marginados; hombres parias, niños, mujeres y ancianos, se mueven como peces en las aguas procelosas del desarraigo. Parece que en su obra no pudiera concebirse la esperanza para la humanidad. Nacido en 1897 en New Albany, Faulkner siempre puso por encima a su patria, Misisipi. Dijo alguna vez que en caso de tener que hacerlo, se enfrentaría sin dudar, a su propio país, Estados Unidos (una nueva Unión del Norte tan excluyente y más racista incluso, que el mismo Sur Confederado de los tiempos de Lincoln), tal como sus ancestros enfrentaron a los norteños en el pasado.Al ganar el Premio Nobel de Literatura, en 1950, tuvo que dar como todos los premiados, un discurso de aceptación del mismo. Por tradición, es un momento solemne, en el que el ideario del galardonado puede percibirse en toda su lucidez y potencia. Para aquellos tiempos, el mundo ya estaba hecho trizas: los totalitarismos habían dejado tras de sí, dos conflictos mundiales y la humanidad veía oscilar sobre su cabeza la Espada de Damocles de un holocausto nuclear con los recientes bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Durante la ceremonia, Faulkner dijo que la única angustia verdadera del hombre ―y la mujer, claro está― de nuestros tiempos, era solo saber cuándo volaría en pedazos. Y que lo único que constituía su salvación era escribir bien o lo que es lo mismo, la belleza del arte que confronta al corazón con sus dilemas eternos.
Un bombardero estadounidense lanza misiles Tomahawk sobre territorio Sirio
Las palabras de Faulkner, a ciento veinte años de su natalicio, resuenan hoy en la memoria. Enfrentados a una potencial nueva guerra mundial, cuando los sheriffs del mundo amenazan por decidirse a activar el botón que abrirá las puertas al pavoroso Dies Irae, no queda otra cosa que reflexionar acerca del fracaso de los sistemas políticos, que no han hecho sino deshumanizar y cosificar el alma humana. Una fotografía en cuestión, tomada durante una explosión en Alepo, Siria, parece reafirmar las palabras y la obra del Nobel de Albany. Durante el estallido de un artefacto explosivo, un fotógrafo árabe intenta, infructuosamente, salvar de las garras de la muerte a un niño. Al ver que sus esfuerzos son inútiles, entonces se arrodilla para llorar amargamente y pedir una explicación a Dios. ¿Dónde estaba en ese momento? ¿Riendo tras los visillos del universo u orquestando otro escenario en el cual poner a prueba nuestra fe, tal como hiciera con Abraham? El silencio del arte siempre será más elocuente que las vacuas palabras del pastor o del gendarme de turno. Y las palabras de Faulkner, resuenan hoy, a través de un siglo brutal, mecanicista, enajenado por el valor del dinero y la anulación de los valores del espíritu.