Ando estos días viendo la cuarta temporada de la excelente serie francesa Engrenages. En estos primeros episodios, el villano es un revolucionario que quiere destruir el sistema. Mientras preparan un atentado, su compañero se inquieta por la posibilidad de que en las oficinas donde lo van a llevar a cabo haya en el momento del ataque señoras de la limpieza.
-No quiero que haya víctimas -insiste.
-¡Ya son víctimas! -le responde nuestro malo, refiriéndose, naturalmente, al cruel modo en que el sistema capitalista las esclaviza.
Todos conocemos a alguien así, alguien que considera, por ejemplo, que el terrorismo no es un problema serio, pues al fin y al cabo, dicen, más gente muere en accidentes de tráfico. Es éste un razonamiento no muy diferente del de Mefistófeles ante el lamento de Fausto por su amada Margarita, alma inocente y bondadosa, condenada en prisión.
-No es la primera.
Parece que por mucho que haya mejorado su eficacia, la naturaleza del mal no ha cambiado mucho en los dos últimos siglos. De hecho, la primera característica que me ha llamado la atención de este agente del mal es lo normalito que parece, mucho más de lo que cabe esperar de alguien con el nombre de Mefistófeles. Lejos de toda pompa, pretensión y, si me permitís, endiosamiento, nuestro demonio, pudiendo presentarse ante Fausto en forma de bíblica serpiente, funesto gato negro o macho cabrío de falo hiperbólico, elige hacerlo encarnado en un lanoso perro de aguas. ¿Es por ello que en ningún momento logra inspirar temor alguno en su víctima y no merece más que su desprecio? Antes de contestar habría que empezar distinguiendo, pues Satanás sólo hay uno, pero demonios los hay a patadas.
Los clásicos son esos libros de los que creemos saberlo todo sin haberlos leído, y que invariablemente nos sorprenden cuando, un buen día, por fin condescendemos a que nos cuenten esa historia pendiente. Todos sabemos del pacto de Fausto con el diablo, pero los términos no son tan conocidos. En primer lugar, cabe señalar que en la parte compradora no figura el mismísimo Satán, sino tan sólo uno de sus ministros, con lo cual el escalofrío de horror que podía uno sentir ante semejante idea se atenúa un poco. El propio Fausto, que ya antes de este encuentro había declarado
no me afligen escrúpulos ni dudas
ni me dan miedo infierno ni demonio,
no tiene muchos reparos al comprometer su alma por toda la eternidad, y tan sólo plantea una pequeña objeción cuando Mefistófeles le pide que lo firme con sangre.
Fausto es un hombre sediento de vida y ahíto de saber. Goza de gran prestigio como erudito, y a él se dirigen los estudiantes en busca de guía. Pero todo ese conocimiento no le ha procurado felicidad ni alegría alguna, y ahora, encerrado en su estudio y rodeado de paredes cubiertas de polvorientos libros que se le vienen encima, lamenta su destino en unos versos poderosos y fascinantes:
Se aleja y cede, el día ha terminado;
allí acude y fomenta nueva vida.
¡Si unas alas del suelo me elevaran
para acercarme a él cada vez más!
En el fulgor perenne del ocaso
yo veía a mis pies el mundo quieto,
las cimas con fulgor, en paz los valles,
el río plateado vuelto de oro.
No estorbaría a tal vuelo divino
el monte fiero, lleno de barrancos;
y ya el mar, con sus tibias ensenadas,
se abriría a mis ojos admirados.
Pero el dios Sol parece hundirse al fin;
despierta sólo nueva turbación;
me apresuro a beber su luz eterna;
ante mí, el día, tras de mí, la noche;
sobre mí, el cielo, abajo, el oleaje.
Hermoso sueño, en tanto el sol se escapa.
¡Ay, no será tan fácil que se añadan
a las alas del alma otras del cuerpo!
Goethe salpica esta romántica solemnidad con el toque de humor que proporciona la vulgaridad burguesa de su discípulo Wagner, que se presenta en mitad de la declamación con su gorro de dormir y batín, y le pide a su maestro que le instruya.
¿Leía una tragedia griega, acaso?
Querría entender algo de esas artes,
pues, hoy día, resulta provechoso.
Se pondera a menudo que un actor
a un predicador puede aleccionar.
A lo que un Fausto incontenible replica:
Si no lo sientes, no lo lograrás;
si no brota del alma, y con fluidez
de fuerza original, somete, firme,
el corazón de todos los oyentes,
¡no, ya puedes quedarte bien sentado!
¡Haz un pegote, guisa sobras de otros
festines, y reaviva las mezquinas
llamas de tu poquito de cenizas!
Admiración de niños y de monos
tendrás, si le va bien al paladar;
pero nunca darás alma a las almas
si no empieza saliéndote del alma.
Es en estas primeras escenas y en estos versos de Fausto donde Goethe señala cuál es el tema principal de su obra, que no es otra que la búsqueda de la Verdad, que algunos podrían llamar, por qué no, la Salvación, la Iluminación o ese je ne sais quoi al que tan dados eran los poetas románticos. El problema, por supuesto, es determinar la naturaleza de esa Verdad que buscamos, y dónde podemos encontrarla. Conocemos a Fausto en el momento de su vida en que constata con amargura que el camino hacia la verdad no pasa por el conocimiento. ¿Dónde buscar, pues? Invoca entonces al Espíritu de la Tierra, que le responde de esta guisa:
¿Eres tú quien, rodeado de mi aliento,
tiembla en lo más profundo de la vida,
gusano amedrentado, acurrucado?
(...) Te asemejas tan sólo a aquel Espíritu
que comprendes, ¡no a mí!
Las reflexiones de Fausto sobre la raíz de su desesperación y el camino de su salvación, si es que éste existe, son apasionantes, y resto de la obra no vuelve a alcanzar esa intensidad poética hasta el final. Tras plantear el duelo entre Saber y Naturaleza, Fausto, que no deja de buscar una vía en la alquimia y la brujería, reivindica la Acción frente a la Palabra. No una palabra cualquiera, por cierto, sino esa Palabra que, en el principio, era, y que abre el evangelio de San Juan. Y es en ese herético momento cuando el perro de agua inicia su grotesca transformación.
Pero, ¿qué es lo que veo?
¿Puede ser una cosa natural?
¿Es sombra?, ¿es realidad?
¡Cómo se alarga, cómo se hincha el perro!
¡Se eleva con violencia;
no es figura de perro!
¿Qué fantasma he metido en esta casa!
Parece un hipopótamo
de ojos de fuego y dientes espantosos.
¡Serás mío, seguro!
Mefistófeles se ha apostado con Dios que es capaz de perder a Fausto, apuesta que el Altísimo acepta de buen grado.
MEFISTÓFELES
Permíteme, si logro mi objetivo,
que cante a voz en cuello mi victoria.
El polvo morderá, para mi gozo,
como mi tía, la serpiente célebre.
EL SEÑOR
Podrás venirme a ver con libertad:
nunca odié a los demonios como tú.
De todos los espíritus que niegan,
el pícaro es quien menos me molesta.
Una vez se han cerrado los cielos y dispersado los Arcángeles, nuestro campechano demonio dice para sí:
De vez en cuando, es bueno ver al Viejo;
y me guardo con él de regañar.
Es un Señor tan grande, es muy bonito
que hable hasta con el diablo, tan humano.
Este tono socarrón del demonio es uno de sus rasgos más definidos, y contribuye a dar a la obra un aire de comedia que no deja de sorprender en esta trágica historia de... Margarita, pues tal es el nombre de la candorosa joven que el nuevo Fausto se promete conquistar. El trato que ha hecho con Mefistófeles es el siguiente:
Si a un instante le digo alguna vez:
¡Detente, eres tan bello!,
puedes atarme entonces con cadenas;
y acepto hundirme entonces de buen grado;
puede doblar entonces la campana,
y libre quedarás de mi servicio:
¡párese allí el reloj con sus agujas!
¡puede acabar el tiempo para mí!
Una eternidad de esclavitud al servicio de Satanás a cambio de un orgasmo del espíritu. Dícese también Romanticismo.
Uno no vende su alma al diablo todos los días, pero, como ya he señalado antes, nuestro Fausto, al firmar el diabólico contrato, no nos da la impresión de sentirse en un punto a partir del cual no hay vuelta atrás. Es más, a lo largo de toda la obra las referencias a la eternidad son más bien escasas, hasta el punto de que el lector no llega a tener conciencia de lo que se está jugando Fausto. Tenemos así un pacto con el Diablo relativamente desprovisto de horror por los siglos de los siglos, y, abundando un poco más en ello, podríamos afirmar que el propio Mefistófeles está bastante lejos de representar el Mal Absoluto. Algo torpe en su misión, carente de ingenio y nada dado a la grandilocuencia, este demonio tiene muy poco en común con otros retratos del Maligno que podáis haber visto, y uno se pregunta si el Mal en esta obra no es más un rasgo consustancial del hombre que algo realmente provocado por un ángel caído. De ser así, el término agente del mal cobraría más sentido, pues el demonio se convierte en una suerte de mediador entre el Mal Absoluto, que suponemos encarnado en el auténtico Satanás, y el individuo. En otras palabras, Mefistófeles no es más que un mero intermediario al que se le ha encargado que busque un cuerpo huésped para alojar a un diabólico parásito. Sí, a mí también me recuerda a alguna película de ciencia ficción, pero quizá nos estemos alejando peligrosamente de ese diálogo inicial entre Dios y nuestro demonio.
Inseparable de la reflexión sobre el camino que debe elegir el hombre para alcanzar la Verdad, hay en Fausto también una feroz y constante crítica a la iglesia. Con el fin de conquistar a Margarita (Gretchen, en otras ediciones), Mefistófeles oculta en los aposentos de la doncella un cofrecillo lleno de joyas. Cuando su madre las descubre, decide, muy pía ella, entregárselas a la Iglesia. Mefistófeles se queja de ello amargamente, pero con su habitual socarronería:
Me daría ahora mismo a los demonios
si no fuera yo mismo otro demonio.
(...) La Iglesia tiene buena digestión;
se ha comido países
sin empacharse nunca;
la Iglesia nada más, señoras mías,
podría digerir un bien injusto.
(...) y sin dar más las gracias
que si fuera una espuerta de avellanas;
les prometió los premios celestiales
y ellas quedaron muy edificadas.
Huelga decir que el papel de la Iglesia en la obra no es hacer de contrapunto al demonio.
Del mismo modo que Fausto se nos antoja indiferente a su propio destino, vemos a Margarita debatiéndose entre su amor por Fausto y los preceptos de su moral cristiana, un debate que pocas veces conduce a buen puerto. Naturalmente, nuestro héroe acaba conquistando a Margarita y es la causa de su tragedia, pero al tiempo que los acontecimientos se cuecen lentamente, cual en la olla de alguna de las brujas que pululan por la obra, Goethe nos habla de muchas más cosas.
Esta primera parte del Fausto es de una riqueza casi inagotable, y no he hablado aquí más que de los tres o cuatro aspectos e ideas más evidentes. En la obra, repleta de inolvidables imágenes y enigmáticas alusiones, hay escenas que parecen fuera del alcance de este lector, como esa obra dentro de una obra, titulada "Sueño de la noche de Walpurgis", y que aun así tienen un enorme magnetismo. Otras, brusca y confusamente enlazadas entre sí, tienen el efecto de realzar el aire oscuro y mágico del conjunto. Me he dejado en el tintero escenas tan interesantes como son el "Preludio en el teatro", el "Prólogo en el cielo", o la imagen de ese maravilloso ratón rojo que se escapa de la boca de la pareja de baile de nuestro héroe. Fausto es una obra sorprendente, fascinante, compleja y misteriosa, pero también, según los entendidos, de una claridad diáfana si la comparamos con la segunda parte, a la que Goethe se entregó en cuerpo y alma, je je, durante los últimos años de su vida. Veremos.
¡No soy como los dioses! Bien lo noto;
como el gusano soy, que escarba el polvo
y se nutre de polvo, y la pisada
del caminante entierra y aniquila.
¿No es polvo lo que en esa alta pared,
en cien estanterías, me sofoca?
¿los trastos, que, con tal cacharrería
me abruman en un mundo de polillas?
¿Puedo encontrar aquí lo que me falta?
¿Quizá voy a leer en tantos libros
que el hombre en todas partes se atormenta,
y ha habido uno feliz acá y allá?
¿Por qué sonríes, hueca calavera?
¿Tu seso, como el mío, se extravió
buscando el claro día, y en la sombra
erró triste con ansias de verdad?