Con las honrosas excepciones que cabe suponer, muchos le aplaudían en el Congreso recordando seguramente con cada palmada las prebendas que han obtenido en los años de la estéril partitocracia: “he colocado en la sopa boba del Estado – ayuntamientos, diputaciones, comunidades, sociedades públicas, asesorías varias, etc. - a dos hijos, tres sobrinos, a parientes de allegados y a unas decenas de correveidiles afines, además de beneficiarme de un pastizal de euros en pocos años y de asegurarme el futuro con una pensión sobrada, o varias; o, he ayudado a algunos amiguetes con subvenciones diversas, concesiones públicas, etc.; o, a ciertos artistas del trinque, con ayudas sin tasa ni control ni justificación de ninguna clase; o, en ciertos casos de diputados y senadores nacionales - por no hablar de los eurodiputados - me he comprado un piso en la capital de España y lo he puesto a nombre de un hijo, familiar cercano o testaferro, pagándolo con las dietas por no residir oficialmente allí; o, en el caso de los mandamases de los dos partidos políticos que han protagonizado la herencia de la prostituida Transición, he cobrado en dinero negro lo que mi excelsa dignidad – indignidad, más bien, en casos evidentes -, se ha merecido por dedicarme a los demás por encomiable vocación de servicio público – cara dura elevada a la enésima potencia en señalados -; y, en el caso de insignes cesantes, tras bajarme del coche oficial me he subido a la lustrosa, ociosa y rentabilísima alfombra mágica de instituciones o en consejos de administración de grandes empresas, que antaño fueron públicas o que se manejan bien con la Administración, multiplicando hasta el infinito las remuneraciones anteriores que obtenía de la cosa pública, sin trabajo o responsabilidad clara que asumir”. Y todo ello arruinando, de paso y en sonados ejemplos, todo tipo de Administraciones. ¿Sigo yo malpensando - como la mayoría y con razón - o lo hacen ustedes?
Los cortesanos inoportunos
Esa impresión daba cuando las cámaras de la domesticada TVE enfocaban a los dóciles asistentes al acto en la cámara donde reside la soberanía nacional. Y ya, cuando han ido pasando en el Palacio de Oriente ante sus nuevas majestades los primeros de los dos mil invitados, la sonrisa irónica y escéptica por el espectáculo anterior se ha tornado en indignación al ver a un envarado y cortesano Botín hacer el rendibú liderando a los que seguramente encabezarían la lista de los más despreciados por la ciudadanía española tras los propios políticos. ¿Es que no tiene consejeros bien informados el nuevo rey? ¿De qué le sirve el loable ejercicio de acordarse de los parados en su discurso cuando se deja pelotear por algunos de los principales responsables de la crisis que padecemos? ¿No hay en España otros representantes del pueblo que los presidentes de empresas que han subido los recibos del consumo diario y necesario de las familias españolas – electricidad y gas por ejemplo - o las comisiones, o los intereses, o que han desahuciado a miles, o que han aprovechado la tímida y parcial – solo beneficia a las grandes empresas y bancos - reforma laboral de Rajoypara hacer ERE ignominiosos y echar a la calle a miles de empleados con toda su vida laboral ligada a ellas y con nulas posibilidades de reincorporación al mercado?
Una ocasión marchita
¡Qué oportunidad ha perdido Felipe VI, dentro de su impecable y emocional discurso formalista y conservador, con algunas tímidas y esperanzadoras novedades, para hacer un llamamiento a la España del futuro empezando por cuestionarse hasta la propia herencia recibida! España no es monárquica, señor, debería haberle dicho alguno de sus cercanos. Y más: a los españoles se les gana por el corazón y la valentía, aparte de por solucionarle sus problemas. Aunque sean capaces de emocionarse cuando alguien apela a sus padres o a las víctimas del terrorismo como hizo muy bien el nuevo rey. La mayoría de la ciudadanía española fue juancarlista por los méritos contraídos por su padre en momentos clave de nuestra historia reciente. Pero nunca fue monárquica, como tampoco lo es ahora. Le habrá bastado para darse cuenta de ello el deprimente espectáculo de las calles céntricas de Madrid durante su recorrido. Unos decenas de millares de banderitas repartidas oportunamente para la ocasión, pero ni una pancarta espontánea ni nada por el estilo, como hemos tenido ocasión de contemplar en otras manifestaciones populares. Y prohibiendo o reprimiendo, además, manifestaciones republicanas naturales convocadas ‘ad hoc’.
Recuerde, o haga que le pasen reportajes antiguos, y no tanto. En los anteriores regímenes, en el nuevo, en conmemoraciones deportivas, en reivindicaciones políticas o sociales, en manifestaciones espontáneas, etc. Un Madrid festivo y con buen sol le ha rendido a usted un desolador homenaje. Con el colofón de una plaza de Oriente, otrora escaparate de todas las Españas, donde solo unos centenares de curiosos más que otra cosa han coreado con enorme timidez lo de ¡Felipe, Felipe!
El necesario refrendo popular
Alguien debería aconsejarle al nuevo rey que busque el tiempo de la nueva monarquía en la España renovada, que dice, en la ilusión, la esperanza y el entusiasmo de esa España que de tan buena se conforma con poco. Quizás ahora solo con que se le tenga en cuenta imaginando caminos de la tarde, como diría el poeta. Tal vez haciendo a los españoles actuales protagonistas de su tiempo llamándoles a una consulta sobre su futuro, que debería ser el del propio Felipe VI. Eso sería empezar a cumplir la promesa de ser un ejemplo para todos, que no es poco, como ha venido a decir en su proclamación. Y sin caras duras, ni rancias ceremonias blandas, por favor y por usted mismo.
Mañana, don Felipe, será tarde.