El hombre que acaba de descender ahora a la sepultura es de aquellos a quienes el dolor público de la nación entera acompaña. De ahora en adelante, las miradas no se dirigirán a las cabezas de los que gobiernan, sino a las de los que piensan, y el país entero se estremece cuando desaparece una de estas cabezas. Hoy la tristeza del pueblo es el pesar por la muerte de un hombre de talento, la tristeza nacional es la aflicción por la desaparición de un hombre de genio. El nombre de Balzac ha de asociarse al rastro luminoso que nuestra época dejará en el futuro.
Su muerte ha asombrado a todo París. Hace sólo algunos meses volvió a su patria. Como sintiera que iba a morir, quiso volver a ver su tierra natal, así como nosotros en la víspera de un gran viaje vamos a abrazar a nuestra madre. Su vida ha sido corta, pero pletórica; ha sido más rica en obras que en días. ¡Ay! Este escritor, este genio, este trabajador esforzado, infatigable, este filósofo, este pensador ha vivido entre nosotros esa vida cargada de tormentas y de luchas que es dada a todos los grandes hombres. Hoy descansa en paz. Ahora está por encima de las disputas y del odio. En un mismo día penetra en la tumba y en la gloria. De ahora en adelante brillará por encima de todas las nubes que corren sobre nuestras cabezas, entre las estrellas más refulgentes de la patria. Todos los que aquí se encuentran se sentirán tentados de envidiarle. Pero por grande que pueda ser nuestro dolor frente a tal pérdida, conformémonos con la catástrofe. Aceptémosla con todo lo que tiene de cruel y de doloroso. Quizá sea bueno, quizá sea necesario que en una época como la nuestra, de vez en cuando, la muerte de un gran hombre cause una conmoción religiosa en los espíritus llenos de dudas y de escepticismo. La Providencia sabe lo que hace cuando pone al pueblo ante el más alto secreto, otorga para meditación la muerte, que es la gran igualadora y, al mismo tiempo, también la gran liberadora. Sólo pensamientos serios y elevados pueden henchir todas las almas cuando un espíritu elevado penetra majestuosamente en la vida del más allá, cuando uno de los seres que durante largo tiempo con las alas visibles del genio resistió sobre las multitudes abre de repente las otras alas, las que no se pueden ver, y desaparece en lo incognoscible. No, no es incognoscible. En otra ocasión dolorosa ya le dije y no me cansaré de repetirlo: no es la noche, es la luz. No es la nada, es la eternidad. No es el fin, es el principio. ¿No es verdad, vosotros que estáis escuchando? Féretros como éste son una prueba de la inmortalidad.
Víctor Hugo
Discurso fúnebre pronunciado en el Père Lachaise
22 de agosto de 1850
Ilustración de Laisne, 1852
Rastignac en el Père Lachaise
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Cependant, au moment où le corps fut placé dans le corbillard, deux voitures armoriées, mais vides, celle du comte de Restaud et celle du baron de Nucingen, se présentèrent et suivirent le convoi jusqu’au Père-Lachaise. A six heures, le corps du père Goriot fut descendu dans sa fosse, autour de laquelle étaient les gens de ses filles, qui disparurent avec le clergé aussitôt que fut dite la courte prière due au bonhomme pour l’argent de l’étudiant. Quand les deux fossoyeurs eurent jeté quelques pelletées de terre sur la bière pour la cacher, ils se relevèrent, et l’un d’eux, s’adressant à Rastignac, lui demanda leur pourboire. Eugène fouilla dans sa poche et n’y trouva rien, il fut forcé d’emprunter vingt sous à Christophe. Ce fait, si léger en lui-même, détermina chez Rastignac un accès d’horrible tristesse. Le jour tombait, un humide crépuscule agaçait les nerfs, il regarda la tombe et y ensevelit sa dernière larme de jeune homme, cette larme arrachée par les saintes émotions d’un coeur pur, une de ces larmes qui, de la terre où elles tombent, rejaillissent jusque dans les cieux. Il se croisa les bras, contempla les nuages, et, le voyant ainsi, Christophe le quitta. Rastignac, resté seul, fit quelques pas vers le haut du cimetière et vit Paris tortueusement couché le long des deux rives de la Seine où commençaient à briller les lumières. Ses yeux s’attachèrent presque avidement entre la colonne de la place Vendôme et le dôme des Invalides, là où vivait ce beau monde dans lequel il avait voulu pénétrer. Il lança sur cette ruche bourdonnante un regard qui semblait par avance en pomper le miel, et dit ces mots grandioses : « A nous deux maintenant ! » Et pour premier acte du défi qu’il portait à la Société, Rastignac alla dîner chez madame de Nucingen.