Á perdre la raison compite en la Sección Oficial del Festival de Cine de Sevilla 2012. Obtuvo en Cannes el premio a la mejor actriz protagonista (Emilie Laquenne), aquella chica que llevara el peso de Rosetta, de los hermanos Dardenne hace ya algunos años.
Á perdre la raison parte de un suceso real, la tragedia ocurrida en una familia. La historia se inaugura con la protagonista, Murielle, en la cama de un hospital, insistiendo en que los cuerpos sean enviados a Marruecos. Llega su marido, preocupado, suponemos que recién informado del acontecimiento. No hace falta que se nos deletree esta información, puesto que la siguiente escena es el frío traslado de una ataúdes en un aeropuerto. Pequeños. Intuimos que son sus hijos.
Por tanto, con esta pequeña elipsis de información, Joachim Lafosse propone otro esquema que el que seguiría un espectador cualquiera, una vez leyera una noticia de este calado. Porque este tipo de noticias nos llegan más bien de maneras más planas y más sensacionalistas, con antecedentes informativos banales o de esos que fomentan el juicio público, rápido, inclemente. En cambio, el director y sus coguionistas (uno de ellos, Thomas Bidegain, el mismo de Un profeta) trabaja sobre la realidad desde el primer momento, y le da forma: no es esto un documento puramente informativo, documental. De manera curiosa, al mismo tiempo, sí que usa un algo del método del escalpelo en pos de respuestas, si bien sobre esas partes sobre las que los periódicos nunca hablarían. El "por qué" que surge tras esa primera escena, se complementa con otra pregunta: "cómo". Cómo se ha llegado a esto. El paso al pasado (por cierto, sin ninguna marca que lo diferencie; sin ninguna transición) nos lleva a un momento muy opuesto: Murielle y el que hemos visto que es (será) su marido, Mouniir, en pleno acto sexual. Cuando los tiempos eran mejores. Cuando se amaban, y eso bastaba.
Esto no significa que Á perdre la raison no haga propuestas interesantes, o incluso, provocadoras. Es sólo que por momentos lo hace con un método que se nota en sus costuras. También es verdad que el hecho del asesinato de los propios hijos sea un tema tan melodramático que sólo con un poco de distanciamiento se evitan los excesos emocionales. O puede que Joaquim Lafosse tenga un alma psiquiátrica (según leo, lleva varias películas profundizando en temas de patologías interpersonales), y convenga en que hacen falta menos emociones exacerbadas y más análisis clínico. Como se dice en esta crítica: "A perdre la raison est sans conteste l’exercice très maîtrisé qu’il faut saluer - grâce à trois acteurs hors pair, Niels Arestrup, Tahar Rahim et Emilie Dequenne et une mise en scène elliptique – et auquel le cinéma purement fictionnel ne parvient par ailleurs que trop rarement, celui de placer le spectateur en position de « réfléchisseur » tendu et non pas de voyeur haletant."
También habría que admitir que las derivaciones irracionales del ser humano han sido simplificadas en el celuloide tantas veces, que creamos que una acción atroz en una persona de apariencia sana requiere unas pautas muy específicas. Sin embargo, esto quedaría lejos de la verdad. Las enfermedades mentales van más allá de la sempiterna psicopatía, o la (también exagerada, mitificada) esquizofrenia, y la química cerebral crea monstruos sin necesidad de motivaciones externas concisas. O sin las que son las más típicas.
Esta serie de viñetas y el estilo de dirección (como decía, más suelto) originan esa apariencia de que no se siguen las normas clásicas del guión, como no se sigue un rastreo tópico de los fundamentos psicológicos que producen la tragedia. En verdad, el guión, sí, aporta menos asideros en cuanto a que las elipsis crean esas escenas muy breves, donde pasamos de la proposición para casarse, a la boda, a la primera hija, a la segunda, a la tercera… La primera sensación sería que simplemente asistimos a hechos, pero no tan significativos. Sin embargo, nos engañaríamos.
En el guión, sí están los datos que importan, pero de formas más sutiles, más indirectas; y menos "emotivas". De hecho, entre esa sucesión de saltos en el tiempo, cabe una escena que tal vez se nos escape que es pura exposición. En una comida familiar, averiguamos que Manair es sólo uno más de esa familia marroquí que el doctor Pinget, André, ha traído a Bruselas, y a quienes ha ayudado a instalarse en Europa. También escuchamos cómo el hermano pequeño, el único al que aún no ha logrado asentar (y conseguirle papeles), molesto, le echa en cara a Mounir ese trato privilegiado que le otorga André. Un trato que, le han llegado rumores, implicaría algo más.
Todo ello, además, es una información a la que sólo nosotros tenemos acceso. Murielle no se entera de nada al respecto. No sabe dónde se mete. Tampoco, del todo, el espectador, pero basta con que se intuya que algo no es tan perfecto como parece. Antes hemos visto que André le recomienda (con un lenguaje un poco crudo y machista, eso sí) que se piense lo del matrimonio. Entonces, nos ha parecido más “normal”; más “común”. Con la información que poseemos ahora, la visión de esa familia peculiar donde se adentrará Murielle ya nos ofrece sospechas suficientes. Aunque también se nos escamoteará las motivaciones de André, y nunca se explorará si es paternalismo, necesidad de ejercer de cabeza de familia, o esos sentimientos oscuros que sembraba aquella escena de Mounir y su hermano.
Á perdre la raison, si bien huye de que se fijen de manera rotunda las motivaciones, sí que se nos muestran otros datos, igual de útiles. Por ejemplo, antes de la boda, en una escena donde Murielle se prueba el traje de novia, su hermana y ella tienen un corto y tenso diálogo. Queda claro que la madre no acudirá, y que la distancia con Murielle es definitiva. Para con su hermana, la cosa no es mucho mejor. No hay explicación de por qué. Opuesto, como decíamos, al psicologismo más de manual, los antecedentes usuales no cuentan. Cuenta el hecho actual: Murielle está sola. No sabremos cuánto, y cómo eso poco la ayudará, hasta mucho más adelante.
En la misma escena, también se siembra un aspecto que, entonces, puede que se nos escape como definitorio. André paga el vestido y la boda. Y pagará hasta el viaje de los novios.
A medida que avance el guión, notaremos que ese poder económico es un elemento esencial. Otras interpretaciones señalan que a éste se sumaría un modo de patriarcado, desde el momento en que Mounir no es capaz de enfrentarse a André para que la pareja inicia una vida independiente, y pasa al extremo opuesto, siendo su aliado.
En una escena, tras ese primer enfrentamiento donde Mounir le ha comentado esa decisión que él y Murielle han tomado acerca de vivir por su cuenta, André intenta convencerla. Es cierto que la escena chirría un poco, dado que la anterior ya nos ha enseñado cómo Manair habla con ella, y deja ver que se ha echado atrás. De una parte, esta escena entre André y Murielle parece reiterativa, y hasta un poco contradictoria, porque pareciera que el primero aún cree que hay riesgo de que el matrimonio se marche.
Pero, si rompe un poco la lógica de guión, también es verdad que son imaginables las razones por las que se rodara o se quedara en montaje. Por lo que dice André acerca de cuán mala es esa idea de que se instalen en Marruecos. Cómo se le ocurre pensar en llevarse a las niñas allí, donde las mujeres son coartadas en su libertad. Irónico. André es un occidental que reniega de los patriarcados musulmanes, pero que, al tiempo, quiere seguir gobernando, en su casa, la vida de Mounir y, por supuesto, de Murielle, y de sus hijas.
Por lo que se oía comentar a la salida de la sala (en este caso, no hubo debate posterior), había gente entre el público que estaría de acuerdo con todos esos críticos que han visto que la progresión hacia la enfermedad mental de Murielle queda explicada de pleno por esa presión patriarcal sobre ella. Sería la interpretación feminista, y, desde luego, mucho de ello hay.
Sin embargo, creo que Joachim Lafosse logra suficiente indefinición. incluso pese a que, como vengo comentando, en ese guión menos “de hierro” en realidad sí que inserta signos que muevan a posibles respuestas.
Por supuesto que Mounir es un marido un tanto infantil y caprichoso. Se marchará a Marruecos a visitar a su madre durante semanas porque André se lo recomienda, ya que lo ve “cansado”. Y la escena de este diálogo transcurre en una sauna donde ambos hombres se relajan. Mientras, la escena posterior nos muestra a Murielle embarcada en toda clase de tareas domésticas, con un cansancio bastante más justificado. Por supuesto que Mounir pudiera ser un exponente de un agradecimiento acrítico y excesivo hacia “el hombre blanco” al que le debe su trabajo y su bienestar, como afirma esta crítica.
Todo ello está ahí, y, pese a ello, no cierra de modo definitivo las respuestas de la psique de Murielle a toda la situación. Como se afirma aquí:
"Murielle (Dequenne) falls into a depression that is all at once nonsensical, understandable and misunderstood. She quickly becomes a shell of her former self and doesn’t know what to do with herself." Su retrato se hace más complejo. En cómo va cediendo (al final sí se mudan, pero a una casa que siguen compartiendo con André) uno no deja de preguntarse “por qué”. Sabemos que su hermana es una visita incómoda (pero sólo porque hace bromas, sí, fuera de tono, pero consecuentes con esa situación extraña del trío) y sabemos que la madre es una ausencia explicada ya. Pero esto genera más preguntas, y más incómodas.
¿Son así los matrimonios? ¿La mujer occidental, sin la coartada de la religión (musulmana u otra), se introduce en la vida en pareja con una renuncia absoluta por una vida independiente? ¿Sin amigos; sin confidentes; sin apoyos?
Esas escenas, reiteradas, en las que vemos a Murielle embarazada, y luego en el hospital inciden en ello. ¿Es éste su único rol posible, en un mundo que, todos creemos de forma inocente, que es más “libre” para la mujer?
Llegado al momento, Murielle seguirá ese patrón tan propio de esta sociedad moderna nuestra: irá al psicólogo. ¿Sirve de algo? Lafosse y sus guionistas eligen que veamos más bien que sirva exclusivamente para que la protagonista se dé de bruces con su duda. No sabe qué le está pasando. No hemos visto antecedentes que indiquen cómo ha llegado a esa indefensión.
Por ejemplo, nada sabemos de por qué Murielle contempla la vida en Marruecos como una especie de paraíso donde querría quedarse. Cuando vuelve de un viaje a ver a la madre de Mounir, le comenta a la psicóloga que han sido días felices. “Ni siquiera he tenido que tomarme la medicación todos los días”.
¿Por qué? Allí también se han repetido los esquemas, ya que, claro, André ha viajado con ellos. Vemos a los hombres, aparte, y a Murielle, obediente, sirviéndoles un té. ¿Será que Murielle entiende que heredar ese machismo de una sociedad tan lejana hará, de modo automático, que Mounir sea feliz, que los maridos, también en occidente, sean felices? ¿Será que al menos aquí tiene el apoyo de la madre de Mounir, cariñosa, sonriente, alentadora?
No lo sabemos con certeza. De nuevo, sí, las presiones de su marido, de André, crecen, pero ¿por qué no reacciona? Pero es que la depresión no es una enfermedad mental simple, ni siquiera en su diagnóstico. A perdre la raison quizá nos quiera decir que una mujer “normal” puede ser abocada a la locura sin los sembrados traumáticos tan populares en un cine más mainstream.
Tampoco sabemos bien por qué Mounir, pasado el tiempo, ya nunca se enfrentará a André. Puede que por que el anciano le invite a esa jerarquía masculina que tanto emula a lo visto en su país originario. Hay una escena que bien podrían producirnos escalofríos de tan común que es en muchas familias; es muy posible que cualquiera de nosotros la hayamos visto, en nuestros alrededores. Los dos hombres, apartados, centrados en la transmisión de un partido. La mujer, en la cocina. Una de las hijas intenta que Mounir le haga caso. Lo que consigue es ponerle de los nervios. Y exigir que sea Murielle quien se encargue de sus hijas. Claro. André se lo ha puesto demasiado fácil. ¿Cómo ir contra esa manera de “gobernar” el hogar donde el hombre no tiene por qué hacer casi nada más que “traer el sustento” (cuando Murielle empeora, André facilitará que se pida una baja; desde ese momento, ella no aportará dinero a la casa)?
Uno de los mejores momentos es quizá uno de los más convencionales. Murielle lleva al aeropuerto a Mounir que se marcha a Marruecos otra vez, a acompañar a su madre, que se encuentra enferma. Podría ser el segundo punto de giro del guión (con un tercer acto, eso sí, muy corto). En el camino de vuelta a casa, escucha en la radio una canción. La cámara se queda con ella mientras tararea, se equivoca con la letra, se echa a llorar. Puede que sea la única concesión emotiva al espectador. En cambio, quizá sea un detalle menos emocionante, más frío, pero, qué curioso, con un alcance más hondo, es el hecho de que Murielle lleve, durante todo este tercer acto, la prenda marroquí que le ha regalado la madre, en esa visita que les ha hecho. No se la quitará en ningún momento. Puede que sea el símbolo de cuánto añora esa vida en Marruecos que ya sabe que no tendrá. Puede que sea el símbolo de esa mujer occidental que, sin que sepamos bien por qué, pide a gritos someterse. Puede que sea un agradecimiento continuado a esa madre que no es la suya, pero que quizá quisiera que lo fuera (hemos visto una escena en Marruecos, donde ambas se metían en el mar, divertidas, cercanas). Sólo por cómo abraza Murielle a la madre de Manair en su despedida en el aeropuerto, Emilie Dequenne merecía ese primero a la interpretación en Cannes.
El final es coherente con esa frialdad ya comentada, que, ahora, se comprueba que no es un método tan erróneo (o no todo el tiempo). El asesinato de las hijas tenía que mostrarse en elipsis, y ésta misma oferta un horror más eficaz.
Al contrario de lo que sería un guión más “típico”, la estructura no recurre a la circularidad. No volvemos a ese presente de la primera escena. No vemos a Murielle, ingresada, “loca”, perdida, insistiendo en que se lleven los cuerpos de sus hijos a Marruecos. No hace falta. Ya entendemos esa obsesión con ese país. O, mejor dicho, no la entendemos; sólo tenemos conciencia de ella.
Á perdre la raison de Joaquim Fosse es una película donde el drama está menos presente en sus imágenes que en las ideas que trascienden de entre ellas. Puede que eso complique su alcance y su comprensión, pero propone reflexiones quizá necesarias, y preguntas para las que yo, ciertamente, no tengo respuestas.