Con todo ello y con su innegable destreza para la estrategia política, el comandante consiguió distraer la atención y mantener a raya a su poderoso vecino mientras se perpetuaba en el poder hasta que la muerte lo ha separado definitivamente de él. Fue esa gigantesca e influyente proyección internacional y su innegable carisma, devenido en mito revolucionario mundial, el que le granjeó a Fidel las simpatías y el apoyo acrítico de una izquierda occidental y de una burguesía nacionalista que, sin embargo, no dudó en mirar para otro lado y hacer oídos sordos ante la vulneración constante de las libertades y de los derechos humanos en Cuba.
Era la izquierda que pedía esas mismas libertades para los españoles pero que, mientras escuchaba y cantaba las canciones de Silvio Rodríguez o Pablo Milanés, no tenía nada que reivindicar para los cubanos, salvo tal vez que Fidel no muriera nunca. Y lo sé bien porque yo, como muchos otros, nunca quisimos dar crédito a las noticias sobre torturas, purgas, ejecuciones y destierros en Cuba ni creímos que debiera haber otro partido que no fuera el comunista o que debiera existir libertad de expresión y de prensa. Todo eso se tenía por burda propaganda yanki o en el mejor de los casos por decisiones dolorosas pero inevitables para defender la revolución de sus enemigos internos y externos.
Con todo, la muerte de Fidel Castro no es el fin del castrismo, al menos mientras su hermano Raúl mantenga las riendas del poder en sus manos. Por mucho que la presidencia que asumió hace diez años haya supuesto alguna tímida apertura política y económica, no hay ningún elemento de juicio que permita atisbar cómo será el futuro de la isla cuando Raúl Castro, que ya no es un jovencito llegado de Sierra Maestra, también desaparezca del escenario político. Por otro lado, la presencia de un personaje como Donald Trump al frente de los Estados Unidos abre si cabe más incógnitas sobre la posibilidad de que los cubanos puedan avanzar de manera pacífica hacia un régimen político abierto en el que se respeten los derechos humanos y las más elementales libertades políticas y hacia una economía menos dependiente del exterior y capaz de satisfacer las necesidades del país. Aunque sí hay un riesgo cierto y es que, con la excusa de la necesaria democratización del régimen político, Cuba cambie su dependencia actual de China y Venezuela por la de Estados Unidos como ocurría hace casi seis décadas.“La historia me absolverá”, dijo Fidel en su defensa cuando fue juzgado por el fracasado asalto al cuartel Moncada en 1953. Con sus luces y sus muchas sombras, la historia ya considera a Fidel desde hace tiempo una figura política clave e irrepetible en el devenir de la segunda mitad del siglo XX y no es – o no debería ser – función de los historiadores condenar o absolver a nadie. Esa es potestad exclusiva de los pueblos y son por tanto los cubanos, a la luz de la historia de más de cinco décadas de castrismo con todas sus consecuencias, los que tienen la última palabra.