En la concepción y desarrollo de la Revolución Cubana, actuamos como dijo Martí al hablar del gran objetivo antiimperialista de sus luchas, próximo ya a morir en combate, que «En silencio ha tenido que ser y como indirectamente, porque hay cosas que para lograrlas han de andar ocultas, y de proclamarse en lo que son, levantarían dificultades demasiado recias para alcanzar sobre ellas el fin».
Fui discreto, no todo lo que debía, porque con la gente me encontraba le empezaba a explicar las ideas de Marx y la sociedad de clases, de manera que en el movimiento de carácter popular, cuya consigna en su lucha contra la corrupción era «Vergüenza contra dinero», al que me había incorporado recién llegado a la universidad, me estaban asignando fama de comunista. Pero era ya en los años finales de mi carrera no un comunista utópico, sino esta vez un comunista atípico, que actuaba libremente. Partía de un análisis realista de la situación de nuestro país. Era la época del Macarthismo, del aislamiento casi total del Partido Socialista Popular, nombre que ostentaba el partido marxista en Cuba, y había, en cambio, en el movimiento donde me había incorporado, convertido ya en Partido del Pueblo Cubano, una gran masa que, a mi juicio, tenía instinto de clase, pero no conciencia de clase, campesinos, trabajadores, profesionales, personas de capas medias, gente buena, honesta, potencialmente revolucionaria. Su fundador y líder, hombre de gran carisma, se había privado de la vida dramáticamente meses antes del golpe de Estado de 1952. De las jóvenes filas de aquel partido se nutrió después nuestro movimiento.
Militaba en aquella organización política, que ya realmente estaba cayendo, como ocurría con todas, en manos de gente rica, y me sabía de memoria todo lo que iba a pasar después del ya inevitable triunfo electoral; pero había elaborado algunas ideas, por mi cuenta también —imagínense que a un utopista se le puede ocurrir cualquier cosa—, sobre lo que había que hacer en Cuba y cómo hacerlo, a pesar de Estados Unidos. Había que llevar aquellas masas por un camino revolucionario. Quizás fue el mérito de la táctica que nosotros seguimos. Claro, andábamos con los libros de Marx, de Engels y de Lenin.
Cuando el ataque al Cuartel Moncada se nos quedó extraviado un libro de Lenin, y en el juicio lo primero que decía la propaganda del régimen batistiano, era que se trataba de una conspiración de «priístas» corrompidos, del gobierno recién derrocado, con el dinero de aquella gente, y además comunista. No se sabe cómo se podían conciliar las dos categorías.
En el juicio, lo que hice fue asumir mi propia defensa. No es que me considerara buen abogado, pero creía que el mejor que podía defenderme en aquel momento era yo mismo; me puse una toga y ocupé mi puesto donde estaban los abogados. El juicio era político, más que penal. No pretendía salir absuelto, sino divulgar ideas (…) En las horas iniciales, mientras me interrogaban, aparece el libro de Lenin, alguien lo saca: «Ustedes tenían un libro de Lenin».
Nosotros explicando lo que éramos: martianos, era la verdad, que no teníamos nada que ver con aquel gobierno corrompido que habían desalojado del poder, que nos proponíamos tales y más cuales objetivos. Eso sí, de marxismo-leninismo no les hablamos ni una palabra, ni teníamos por qué decirles nada. Dijimos lo que les teníamos que decir, pero como en el juicio salió a relucir el libro, yo sentí verdadera irritación en ese instante, y dije: «Sí, ese libro de Lenin es nuestro; nosotros leemos los libros de Lenin y otros socialistas, y el que no los lea es un ignorante», así lo afirmé a jueces y a los demás en aquel mismo lugar.
Era insoportable aquello. No íbamos a decir: «Mire, ese librito, alguien lo puso ahí». No, no.
Después estaba nuestro programa expuesto cuando me defendí en el juicio. Quien no supo cómo pensábamos fue porque no quiso saber cómo pensábamos. Tal vez se quiso ignorar aquel discurso conocido como La historia me absolverá, con el que me defendí solo allá (…)
Me pregunto, les decía, por qué no dedujeron cuál era nuestro pensamiento, porque ahí estaba todo. Contenía —se puede decir— los cimientos de un programa socialista de gobierno, aunque, convencido, desde luego, de que ese no era el momento de hacerlo, que eso iba a tener sus etapas y su tiempo. Es cuando hablamos ya de la reforma agraria, y hablamos, incluso, entre otras muchas cosas de carácter social y económico (…) Hablé hasta del becerro de oro. Volví a recordar la Biblia y señalé: «a los que adoraban el becerro de oro», en clara referencia a quienes todo lo esperaban del capitalismo. Un número suficiente de cosas para deducir cómo pensábamos.
Después he meditado que es probable que muchos de los que podían ser afectados por una verdadera revolución no nos creyeran en absoluto, porque en cincuenta y siete años de neocolonia yanqui, se había proclamado más de un programa progresista o revolucionario; las clases dominantes no creyeron nunca en el nuestro como algo posible o permisible por Estados Unidos (…)
Sentían antipatía por Batista, admiraban el combate frontal contra su régimen abusivo y corrupto, y posiblemente subestimaron el pensamiento contenido en aquel alegato, donde estaban las bases de lo que después hicimos y lo que hoy pensamos, con la diferencia de que muchos años de experiencia han enriquecido más nuestros conocimientos y percepciones en torno a todos aquellos temas. De modo que ese es mi pensamiento, ya lo dije desde entonces.
Hemos vivido la dura experiencia de un largo período revolucionario, especialmente los últimos diez años, enfrentados en circunstancias muy difíciles a fuerzas sumamente poderosas. Bueno, voy a decir la verdad: logramos lo que parecía imposible lograr. Yo diría que casi se hicieron milagros. Desde luego, las leyes fueron tal y como se habían prometido, surgió furiosa la oposición siempre soberbia y arrogante de Estados Unidos, que tenía mucha influencia en nuestro país, y el proceso se fue radicalizando ante cada golpe y agresión que recibíamos; así comenzó la larga lucha que ha durado hasta hoy. Se polarizaron las fuerzas en nuestro país, con la suerte de que la inmensa mayoría estaba con la Revolución, y una minoría, que sería el 10% o menos, estaba contra ella, de modo que hubo siempre un gran consenso y un gran apoyo en todo aquel proceso hasta hoy.
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Discurso pronunciado por Fidel en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela. 3 de febrero de 1999.
Tomado de Resumen Latinoamericano