Fijando los Pies en el Suelo

Por Av3ntura

En una época en la que todo parece sostenerse sobre teorías científicas cuya validez aún no ha sido refutada, podríamos pensar que la sabiduría popular no tendría mucha cabida. Alejadas de los ambientes académicos, muchas de las personas que nos han precedido echaban mano del refranero para explicarse muchas de las cosas que les sucedían a ellas mismas o a otras personas de su entorno. Y lo sorprendente es que aquella singular brújula les funcionaba, permitiéndoles aprender de sus errores y seguir siempre hacia adelante.

Uno de esos refranes nos recuerda la importancia de "Tener los pies en el suelo". Con él nuestros mayores intentaron enseñarnos a no construir castillos en el aire, ni a creer en el cuento de la lechera. Teníamos que ser sensatos y coherentes, enfocando nuestro futuro hacia metas alcanzables.

Sin darle la espalda a nuestra raíz.

Nuestras raíces figuradas son los cimientos que nos sostienen, igual que el suelo es el que sostiene al mundo del que formamos parte. Aunque el suelo no es una simple superficie sobre la que existimos. Esa superficie es como la punta de un enorme iceberg que alberga un universo muy poco explorado por la ciencia y en el que la ecología puede encontrar respuestas a infinidad de preguntas enfocadas a intentar paliar los efectos del cambio climático.

Tendemos a creer que sólo existe aquello que podemos captar a simple vista, sin necesidad de usar microscopios o telescopios. De ahí que tanta vida nos pase desapercibida y no seamos conscientes de lo que se cuece bajo nuestros pies.

A diferencia de las plantas, los humanos y el resto de animales, carecemos de raíces. Tenemos plena libertad de movimientos, pudiendo cambiar de casa, de pueblo o incluso de país con mucha facilidad. Esa independencia nos lleva a sentirnos los dueños y señores de todos los espacios que habitamos y a servirnos del resto de especies para alimentarnos, vestirnos o comerciar con ellos. No vemos más allá de lo que son capaces de captar nuestros ojos y nos cuesta imaginar que, bajo esos árboles inmóviles, hay un intrincando sistema de raíces que se entrelazan unas con otras extendiéndose en tramos considerables, abriéndose paso bajo tierra, sorteando capas arcillosas, piedras o vetas de minerales hasta alcanzar el agua que necesitan para garantizar su supervivencia.

Imagen encontrada en Pixabay


A los pies de esos mismos árboles, la hojarasca juega un papel fundamental en la salud de sus raíces y también en la del suelo en el que están plantados. Formada por las hojas secas, los restos de materia orgánica descompuesta, como ramas caídas, pequeños insectos muertos o flores y frutos ya secos, se extiende como un manto sobre el suelo, nutriendo a la tierra con elementos como el nitrógeno, el fósforo, el calcio, el magnesio o el potasio. Todo ese ciclo enriquece el suelo y lo hace fértil, garantizando así la continuidad de los bosques.

Algo parecido ocurre con las zonas de cultivo. Para garantizar buenas cosechas, nunca hay que descuidar la salud del suelo.

Tradicionalmente, la manera de cultivar era mucho más ecológica que en la actualidad. Las plagas se combatían con otras plagas, los suelos se dejaban un tiempo en barbecho para darles tiempo a regenerarse y las explotaciones agrícolas no eran tan extensas como ahora.

Con el incremento exponencial de la población mundial, el uso indiscriminado de insecticidas y los efectos del cambio climático, cada vez es más complicado conseguir buenas cosechas. La falta de lluvia se traduce en un descenso de la calidad y de la cantidad de cada producto. Esta circunstancia conlleva su encarecimiento en el mercado, como ha ocurrido con el aceite de oliva o con algunas frutas y verduras que han disparado sus precios de forma espectacular.

El fenómeno de la globalización tampoco ayuda: cuánta más distancia haya entre los lugares donde se producen los alimentos y las personas que los acaban adquiriendo para su consumo, más impacto medioambiental se producirá y esto contribuirá a que se siga agravando el problema del efecto invernadero por las emisiones innecesarias que lanzamos a la atmósfera con tantos desplazamientos que podrían evitarse si decidiésemos cambiar nuestra forma de consumir, apostando por productos de kilómetro cero.

Como dijo Wendell Berry, el suelo es el gran conector de nuestras vidas, la fuente y el destino de todo.

Curiosamente, el nombre latino de hombre, homo, deriva de humus, que significa suelo.

Bajo la superficie que pisamos sin dignarnos a considerar su enorme importancia en nuestra supervivencia, podemos encontrar infinidad de microorganismos que contribuyen con su tesón a hacernos la vida más fácil. También podemos encontrar animales que nos resultan muy visibles a los ojos, como el topo, el tejón o el perro de las praderas. E invertebrados como la lombriz, de la que sólo parecemos acordarnos cuando precisamos de cebo para ir a pescar, pero cuya importancia en el mantenimiento de la salud del suelo resulta crucial.

De todo ello trata El subsuelo. Una historia natural de la vida subterránea, primer libro de David W. Wolfe.

Profesor asociado de Ecología Vegetal en el departamento de horticultura de Cornell University, David W. Wolfe nos presenta un relato fascinante sobre la vida que se mueve bajo nuestros pies. Una vida a la que sólo se han atrevido a asomarse algunos naturalistas como Darwin, que pasó los últimos años de su vida estudiando a las lombrices o científicos como Lynn Margulis o Carl Woese que se dedicaron a la microbiología, aportando mucha luz en la explicación del origen de la vida.

El bioquímico Christian de Duve, galardonado con el Premio Nobel en 1974, opinaba que "el camino a la vida debió de producirse cuesta abajo de principio a fin".

Mucho antes de que ningún ser vivo habitase la Tierra, las condiciones climáticas en el planeta eran de lo más adversas. Ninguna bacteria podía sobrevivir expuesta a la luz solar, por lo que se cree, cada vez con más argumentos convincentes, que la vida pudo empezar en el subsuelo y no simplemente en el agua como se ha sostenido hasta hace bien poco.

A lo largo de su extensa historia, nuestro planeta se ha enfrentado a situaciones climáticas muy cambiantes y extremas. De muchas de ellas se han derivado extinciones de especies que, simplemente, no consiguieron adaptarse a los cambios que se iban sucediendo cada cierto tiempo. Pero, al tiempo que unas especies desaparecían, surgían otras nuevas que conseguían encontrar su lugar y dominar a todas las demás. Así ocurrió hasta la aparición de los primeros homínidos, que también padecieron la amenaza de la extinción, hasta consolidarse como la especie dominante una de sus variantes, la que mejor supo adaptarse a los cambios.

En la actualidad, continuamente nos alarman con la evidencia de que estamos llegando a un punto de no retorno. Estamos destruyendo al planeta y poniendo en peligro nuestra propia continuidad. Pero, ¿hasta qué hemos de creernos que no hay nada que hacer al respecto?

La tierra ha demostrado infinidad de veces que su capacidad para sorprendernos es infinita. La naturaleza no sólo es sabia, también es resiliente y muy versátil. Su capacidad para regenerarse puede llegar a dejarnos sin palabras, cuando somos conscientes de lo que los organismos microscópicos pueden llegar a hacer por todos nosotros. Si a su generosa y desinteresada labor le sumamos nuestro empeño en cambiar el chip y concienciarnos de empezar a llevar una existencia más sostenible, podemos llegar a revertir cualquier escenario futuro de índole catastrófica.

David Wolfe escribe hacia el final de su libro lo siguiente:

"La revolución de la salud del suelo está encaminada a trabajar con la naturaleza, con la vida del suelo, y no contra ella. Los agricultores han cobrado conciencia de que los productos químicos de síntesis no son la solución a todos los problemas y de que la dependencia excesiva de los fertilizantes sintéticos – por oposición a las estrategias de rotación de cultivos y reconstrucción de los suelos- han contribuido a un agotamiento de la materia orgánica del suelo y a un descenso de la productividad. La agricultura moderna no se basa en la química, sino en el conocimiento, y gran parte de ese nuevo conocimiento que se está aplicando a la producción alimentaria pasa por unas técnicas de gestión que conserven los recursos del suelo y saquen todo el provecho a los organismos beneficiosos del suelo. Aunque la erosión sigue siendo un problema mundial grave, por lo menos hemos demostrado que, si hacemos un esfuerzo concertado, la tendencia se puede invertir en la dirección correcta."

Wolfe defiende el "optimismo condicional", expresión que toma prestada de Daniel Hillel en su libro Out of the Earth. Este optimismo nos aleja del pesimismo de los más alarmistas, pero también de los optimistas patológicos que dan por sentado que a los científicos ya se les ocurrirá una solución rápida para acabar con el problema, evitando así una catástrofe medioambiental.

"El optimismo condicional nos pone en un camino proactivo que requiere un cambio de conducta tanto a nivel individual como de sociedad. También reconoce que no basta con aplicar nuestro saber científico a la tarea de limpiar los daños después de haberlos causado. También tenemos que usar nuestro conocimiento para desarrollar estrategias del tipo "todos ganan" que minimicen los impactos medioambientales de nuestras actividades y al mismo tiempo nos permitan mejorar nuestra calidad de vida. Ya hemos visto signos positivos de que podemos conseguirlo si nos entregamos a la tarea. Esta acción, combinada con la moderación de nuestro instinto agresivo de "conquistar la naturaleza", va a ser necesaria si queremos proteger los recursos que nos proporciona el suelo vivo para las generaciones futuras".

Según escribe David Wolfe, se avecinan descubrimientos nuevos, y las teorías que los explicarán, proceden de muchas fuentes.

Es indudable que, bajo nuestros pies, encontraremos muchas de las respuestas a preguntas que aún no nos hemos hecho. Es así cómo siempre ha avanzado la ciencia, a base de vernos expuestos a situaciones nunca antes vividas que nos agudizan el ingenio y nos plantean dudas que nos llevan a preguntarnos cosas nuevas y a buscar respuestas dónde nunca se nos habría ocurrido que pudiésemos hallarlas.

Estrella Pisa

Psicóloga col. 13749